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“Anteanoche reventó la laguna Carrilauquen” y hay olas de 25 kilómetros de ancho

Sergio Sarachu
Por Sergio Sarachu
El aluvión recorrió en seis días unos 900 kilómetros, arrasando todo a su paso.

Al año 1914 le faltaban sólo dos días para irse definitivamente. Entre las señaladas, fiestas populares, la Navidad y la llegada del Año Nuevo, diciembre era puro festejo en el norte de la provincia del Neuquén. Pero ese año, las lluvias de invierno y el deshielo engordaron peligrosamente la laguna Carrilauquen, a través de sus aportes desde las alturas de la Cordillera. Esa masa de agua arrasó con puestos, estancias, poblaciones y la vida de unas 300 personas.

La siesta es infaltable un 29 de diciembre en cualquier lugar de la Argentina. En la zona donde conviven Neuquén y Mendoza a través del río Barrancas y luego el Colorado, el clima árido y los más de 30 grados de esos días invitan al hábito de descanso. Pero a las cuatro de la tarde, un estruendo similar a una explosión, a un rodar de inmensas piedras hacia la pendiente, sacudió las camas, los catres y asustó a los animales. A esa hora, una masa de agua de 22 kilómetros y cien metros de profundidad que hicieron muy gorda a la Laguna Carrilauquen (o Carri Lauquen o Cari Lauquen) derribó el muro oriental y lanzó una enorme lengua de líquido, barro y piedras, inesperadamente mortal.

La avalancha salió de golpe como quien tumba la pared de un tanque australiano, quien arranca la válvula de un caño, como quien pone en circulación río abajo una pared inmensa que todo lo devora a su paso.  Animales, sembrados, casas y la vida de unas 300 personas perdieron su vida en el recorrido atroz de seis días, hasta que llegó al mar tras inundar la ciudad de Río Colorado.

“La ola gigante derribaba todos los obstáculos naturales y terminaba con casas, corrales, árboles y la vida de animales y muchos seres humanos que no pudieron hacer nada para escapar. Es lógico que la peor parte la padecieron quienes se encontraban más cerca del origen del fenómeno. Y fue así, que otros testimonios expresaban que ´en las colonias Peñas Blancas y 25 de Mayo, que forman parte de los territorios de Río Negro y Pampa Central, respectivamente, se perdieron 110 vidas´, mientras se acotaba que 25 personas se ahogaban cerca de la Carri Lauquen y otras 50 en territorio mendocino, muy próximo a aquella”, indicó en una investigación David Roldán para el Comité Interjurisdiccional del Río Colorado COIRCO.

Algunos registros de la época sobre lo que fue el aluvión. (Fotos: Internet)

Un telegrama urgente de la policía neuquina avisando que “Anteanoche reventó la laguna Carrilauquen. Enorme avenida de agua arrasa valle del río. Asegúrese”, puedo ser la advertencia para las poblaciones pampeanas y rionegrinas ubicadas a la vera del Colorado. Pero la mayoría sólo advirtió la tragedia próxima cuando escuchó el estruendo, la polvareda y la pared de agua de unos 25 kilómetros de ancho que venía con la muerte encima.

“Comisario Chos Malal comunica que en Desfiladero Bayo, costa Colorado, pereció familia Eleuterio Palomo compuesta seis personas, igual suerte corrieron familias de Ruperto Moya y Juan Villar. Se tiene noticias pobladores aguas abajo punto indicado se salvaron pues avalancha llegó de día precedida de gran estruendo y polvareda que de lejos la anunciaba (sic)…”.

El detalle técnico de lo que fue el avance, pico de descarga y distancia. (Foto: Más Neuquén)

El escritor Toti Bernardello, en su libro “Una historia olvidada”, agrega el testimonio de un poblador de apellido Palomo: en el amanecer del 30 de diciembre habían sido sorprendidos por un estruendo prolongado, notando enseguida que bajaba una densa polvareda y, tras esta, una imponente muralla de agua que avanzaba como ola gigantesca, abarcando todo el ancho del valle y arrasando cuanto hallaba a su paso. Apenas si este hombre pudo hacer que su familia lo siguiese, dirigiéndose a un médano cercano, llevando en brazos a un hijo de dos años de edad. Claro que mientras estaba sobre el médano, la corriente lo arrastró, sumergiéndolo y apartándole el niño. Después continuó odisea hasta que pudo llegar a la orilla sobre un tronco flotante, perdiendo en esta lucha, que duró cerca de una hora, toda la ropa, menos la camisa. El 31 volvió Palomo pero no halló vestigios de su familia, ni siquiera del terreno que ocupaba su rancho. Igual suerte tocó a dos familias vecinas que desaparecieron.”

De aquellos primeros días de enero de 1915 es también el extracto de algunos artículos publicados por el diario La Nación: “Al llegar a Buena Parada se encontraron con la estación llena de gente que pedía salir a un sitio sin peligro y el cuadro de las pobres familias era ciertamente impresionante porque al dolor sufrido le esperaban todavía percances lastimosos”. La inundación continuó con su avance desenfrenado, derribando postes, alambrados, ranchos, carros y dispersando a los pobladores que pudieron huir a tiempo.

“Pueblos destruidos, vías férreas cortadas, viviendas arrasadas cruelmente por los ímpetus ciegos de la naturaleza y, por encima de todo esto, para remate de tanto estrago, muchas vidas perdidas. El cuadro tenía relieves de tragedia…”, resumía el corresponsal.

Fue así que, al principio, el agua trepó hasta los rieles, después siguió subiendo y, finalmente, se introdujo dentro de los coches a través de las propias ventanillas.

La creciente máxima se notó los días 6, 7 y 8 de enero y, tanto Buena Parada como Río Colorado se hallaban bajo las aguas, completamente aisladas de toda comunicación.

La corriente, relataban, llevaba gran velocidad y en esta zona el río Colorado presentaba un ancho de hasta dos leguas en algunos tramos (unos 10 kilómetros). Los comienzos del desastre fueron tan terribles como de dramáticos fueron los testimonios.

“A eso de las 7 de la mañana de ese día nefasto (3 de enero), sentimos los vecinos algo así como el rumor de un lejano cañoneo o un volcán agitado, sordo, feroz, amenazante. El rumor se hizo más fuerte, indicando la aproximación de la fuerza que lo producía. La alarma empezó entonces a cundir y el presentimiento de un desastre que empezaba a traducir sus realidades nos hizo temblar, pensando en la vida de los niños y de los enfermos.

«De pronto el río saltó hacia arriba, empezando su desbordamiento terrible. Fue saliendo de madre e invadiendo el campo y la población como una rápida segadora”, se expresaba en los relatos. Y continuaban: “La tierra empezó a desaparecer bajo la capa líquida y las calles y las casas, a llenarse de agua… Un grito de angustia se alzaba por todas partes. Las familias se llamaban entre sí para reunirse y morir juntas o bien huir…”. En definitiva, una parte de la población se fue con lo que tenía puesto y los menos pudieron sacar algunos trastos en medio de los manotazos desesperados de la fuga.”

El diario La Nueva Provincia de Bahía Blanca, publicó en 2014 un informe donde se indicó: “La cifra dramática, 300 personas muertas. Este fue, estimativamente, el resultado de la gran avalancha de agua en toda la cuenca. Existe la sospecha de que pudieron ser más los pobladores que fallecieron arrastrados por la corriente, en su paso cargado de violencia.”

La crónica de Juan Sasturain

Con el título “El memorable aluvión del Colorado”, el escritor Juan Sasturain escribió en el diario Página 12, al cumplirse cien años de la tragedia, el siguiente texto:

Hasta no hace mucho, dicen las crónicas, había una viejita en la zona del río Barrancas, en el límite entre Mendoza y Neuquén, que se acordaba. Porque cuando se desató el desastre –hace hoy exactamente un siglo, el 29 de diciembre de 1914– ella, Avelina Canale, tenía seis años y vio saltar el agua y las piedras y llevarse todo. Murió con 104 y todavía, entre otras cosas, repetía con rencor el nombre de un tal Becaria, el que tenía que controlar el nivel y avisar si subía demasiado. Y parece que el hombre no avisó, no estaba, se había ido a emborrachar a Malargüe o algo así. Siempre hay pequeñas historias trágicas, anécdotas devenidas leyenda en el origen de las catástrofes. Y ésta lo fue, una de las peores de las que se tenga memoria: la rotura del dique natural de la laguna Cari Lauquén y el ulterior aluvión que devastó las costas del Colorado.

Lo que debe haber sido eso. De pronto, tras un invierno del catorce de mucha nieve y una primavera hinchada de deshielos, reventó, allá arriba, en la precordillera, el dique natural que desde hacía más de dos mil años –dicen los precisos geólogos– contenía las aguas de la laguna Cari Lauquén. Esta belleza se había formado precisamente por entonces, cuando parte de la ladera del cerro Pelan se derrumbó transversalmente sobre el curso de un Barrancas que todavía no sabía su nombre y lo obturó, lo endicó –así se dice– embalsando su cauce e inventando hacia arriba una ominosa palangana de borde irregular de más de veinte kilómetros de agua verde (eso quiere decir “Cari Lauquen” en el idioma de los originarios que la disfrutaron) que desde entonces estuvo allí, a más de mil metros sobre el nivel del mar, como un balde dispuesto a verterse al menor desequilibrio. Se tomó veinte siglos, pero un día lo hizo.

Hay que ver los números, que dan miedo incluso –o sobre todo– ahora. Cuando el dique natural se rajó, en la tarde del 29, y la columna de agua creciente de casi cien metros de alto que presionaba se abrió una brecha de 250 metros, comenzó a verterse en el cauce del habitualmente medido Barrancas un torrente que arrastraba rocas y todo lo que pudiera ser movido y removido por la bestialidad de 2800 millones de metros cúbicos de agua (sic) en vertiginoso movimiento, cuesta abajo y de oeste a este.

Calculemos, imaginemos: el nivel de la laguna bajó, casi hasta desagotarse del todo, 95 metros; el viaje del agua desatada buscando el mar –primero algunos cientos de kilómetros a través del encauzado Barrancas, después los mil quinientos del generoso y abierto Colorado hasta su desembocadura– duró una semana larga y no empezó a remitir hasta mediados de enero del quince. Para entonces, la devastación que había dejado atrás era incalculable.

El aluvión –mucho más que una creciente simple– se llevó puesto todo lo que había y la prensa señala: gente, comisarías, poblados enteros, estancias, cultivos, ganado, fauna natural, telégrafo, estaciones y kilómetros y kilómetros de ferrocarril. Pero se llevó, sobre todo –y esto no aparece en los partes– años de trabajo y de futuro en una zona en que, históricamente, nada se dio jamás sin esfuerzo y constancia en el trabajo duro. Eso es lo que subraya hoy y siempre la gente de Fundación Chadileuvú, dedicada a la defensa de los siempre amenazados recursos hídricos pampeanos. De ahí el sentido de la recordación de este aniversario, por eso la información –un detallado artículo del profesor Emilio González Díaz que utilizo de fuente primordial en este caso– que pone el suceso en su verdadero lugar y dimensión. Quiero decir: también nosotros tuvimos nuestro ominoso tsunami. Y hubo quienes jamás remontaron sus consecuencias.

Por eso es que, como nunca antes ni después, en aquellos últimos días del movidísimo 1914, el lejano Colorado estuvo tanto tiempo en las penosas noticias y en las columnas de los desatentos diarios capitalinos. Compitió incluso con La Gran Guerra. Raro destino. Porque este bello río Colorado nuestro nunca tuvo, como el del Norte, un cañón famoso que lo encajonara, ni un compositor efectista y efectivo como Ferde Gofré para que le hiciera una suite, ni un Hollywood dispuesto a fotografiarlo seguido y en colores, postal de recién casados. Nada de eso para el austero y austral Colorado –hermoso nombre– que ha de tener, eso sí, su loncomeo o su cordillerana que lo evoque y celebre en la lengua que siempre entendió y le hablaron a dos orillas.

Nacido de otros menores en las laderas orientales de la Cordillera, el Colorado es de algún modo la arruga horizontal que señala el extremo norte de la Patagonia, ya que entra en el llano desértico marcando el límite entre La Pampa y Río Negro, y atraviesa sobre todo soledades y más soledades de oeste a este hasta dar, con un tardío delta bonaerense, en el mar, bastante arriba de Patagones.

Si uno mira hoy el mapa y busca la laguna del estallido original –reducida a la mitad de lo que era en el momento en que se vació, de prepo y sin aviso– y sigue el recorrido río abajo, habrá faltantes en las orillas, encontrará otros parajes y otros nombres que los que figuran en las crónicas de la época. Es que algunos directamente desaparecieron. La altura que alcanzó el agua es difícil de concebir sin estremecerse. Acompañemos los números, imaginemos.

En el origen, en lugar casi deshabitado, el torrente corrió a más de 32 metros por encima de su cauce habitual, y cuando a las ocho de la noche pasó por el pueblo de Barrancas –no quedó nada, hoy está en otro emplazamiento– el nivel era aún de 17 metros por encima, y cuando destruyó la Estancia Santa Margarita y mató a todos sus pobladores sobrepasaba los nueve metros. Al clarear el día 30 el nivel estaba aún cinco metros arriba. Por la Colonia 25 de Mayo, una de las poblaciones importantes ya entonces, pasó a las dos de la tarde del 30 de diciembre y de ahí sí hay cifras precisas y espantosas: 110 muertos y 58 desaparecidos, y hubo 60 desaparecidos más ahí nomás, en Catriel. Para el 3 de enero, en Pichi Mahuida, bastante más abajo ya, las vías del ferrocarril quedaron bajo tres metros y medio de agua, y entre esta localidad y Fortín Uno desaparecieron los postes del telégrafo, tapados por el agua. Y ya en Fortín Mercedes y alrededores –zona de bajos bonaerenses: Pradere, Pedro Luro, Asacasubi– con el año nuevo el Colorado se desparramó a placer, llegando a las cinco leguas –más de veinte kilómetros– de ancho: un mar poco antes del mar.

El galés Arthur Coleman, que tenía por entonces responsabilidades directivas en del Ferro Carril Sud, con sede en Bahía Blanca, ha dejado en sus memorias testimonio de esas horas y esos días de épica pelea por llegar al lugar, ayudar y mantenerse sobre los rieles. Todo muy difícil. Mandó un tren con más de veinte vagones con personal y con botes. Los terraplenes se hundían, los vagones se iban de costado, no había mucho que hacer. Se perdieron 140 kilómetros de vías. El puente de fierro que unía río Colorado y Buena Bajada –una en cada orilla del río– no aguantó. Fue difícil la evacuación, terminaron en los techos de la estación, viendo pasar las raudas aguas achocolatadas, los animales muertos, los árboles arrancados de cuajo.

Y así todo. El balance siempre provisorio habla de 186 muertos identificados y unos trescientos en total, con los desaparecidos que nunca faltan. La lista de nombres de los partes es conmovedora: familias enteras, chicos… De lo económico, mejor no hay que hablar. Además de los destrozos urbanos y medios/vías de comunicación y la pérdida del ganado, una laboriosa agricultura incipiente se perdió, en apenas un puñado de horas de pesadilla.

Cuando uno piensa/escribe sobre estas u otras cosas, lo que se dispara en el auditorio es imprevisible. O no tanto, de acuerdo con los tiempos: se podría (habría que) hacer la película del Aluvión del Colorado. En 3D, con efectos digitales, que ahora no son tan caros. Acá hay incluso quien la haga, tenemos nivel de producción, o se coproduce y listo. Con un par de figuras. Y de paso se muestra el país, nos pone en el mapa.

Por favor: no todo lo que sucedió lo hizo para convertirse en espectáculo. Hay otras tantas cosas por hacer y saber. Por lo pronto: hace un siglo se desbocó el Colorado. ¿Cuántos saben hoy dónde queda?

Para mayor información, sugerimos ingresar al artículo “La gran inundación del río Colorado (La Crezca Grande)”, del sitio Más Neuquén, donde se incluye material del libro “La región del Colorado – Historia, cultura y paisaje en la frontera. Marcelo Sili – Andrés Kozel – Roberto Bustos Cara (2015).”

ATE
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Periodista y escritor (autor de las novelas "Arde La Colmena" y "Un hijo de tres madres", además de varios libros de poesía. Neuquén. Editor.
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