“Era una de las forzadas marchas de una columna, a través de la picada abierta en el monte el día anterior, un grito alertó en la noche. Quizá pensaron en un accidente o en una súbita aparición de indios no esperados, ni siquiera sospechados. Pero no. La mujer, cuyo grito horadó la oscuridad, estaba en trance de parir.
La mujer del cabo Gómez. Sin nombre ni referencia. Sólo eso, como si tuviera dueño. Las mujeres tomaron a su cargo, entonces, esa tarea primigenia de todos los tiempos y todas las edades: bañaron al bebé y a la parturienta en las frías aguas del río Colorado, única vertiente que se tenía a mano en aquel momento.
Envueltos en las pocas mantas de que disponían, y reconfortada ella con infusiones de piche y maíz cocido que había tomado durante la noche por todo alimento, se negó a marchar en lo más alejado del grupo y siguió el andar de la columna, montada a caballo y con su crío en brazos, sin causar ninguna molestia ni crear ningún problema.
Hembras bravas, duras, aguerridas. Eran las “fortineras” esas que fueron negadas por la historia oficial y mucho menos visibilizadas. Hasta que los registros de la historia determinaron que hubieron varios miles de ellas en la denominada “Campaña del Desierto”.
Estas mujeres llegaron a vivir 10, 20 y hasta 40 años en los fortines y en los pueblos a los que éstos dieron origen. Algunos de sus nombres fueron rescatados de fuentes documentales pasando el cepillo de la historia a contrapelo (parafraseando a Walter Benjamin); otros fueron recuperados por el folclore y la tradición oral.
Así se llegó a conocer la historia de Mamá Carmen, una negra que llegó a sargento, de mayor bravía que muchos oficiales hombres; Mamá Culepina, una araucana afincada en el regimiento 3; Isabel Medina designada capitán por valor en combate; Viviana Calderón, nieta del cacique Manuel Grande, que vivió por muchos años en Azul; o Carmen, la esposa del capitanejo Railef que, tras la ejecución de su esposo, fue apresada y trasladada junto a otras viudas a Puán y casada con un sargento.
Carmen Ledesma, más conocida como “Mamá Carmen” fue ascendida a Sargento Mayor luego de haber organizado y protagonizado junto a otras fortineras la defensa del Fuerte Paz (en la actual localidad de Carlos Casares).
Cuando en 1874 el levantamiento de Mitre llevó al gobierno a retirar tropas de la línea de fortines, esta fortinera disfrazó a su «tropa» de cerca de treinta mujeres con uniformes de soldados, con corcho quemado pintó barbas y bigotes, recogió pelos y trenzas y a tiros, las mujeres lograron primero resistir y posteriormente vencer el ataque indígena.
Eduardo Gutiérrez, autor de Juan Moreira que llegó a conocerla, en una de sus crónicas la describió vengando la muerte del único de sus 15 hijos que le quedaba vivo, enfrentándose cuerpo a cuerpo con el agresor.
Gutiérrez cuenta que era “un gigante de ébano” por el color de su piel y por su físico de gran tamaño. Recibía, como el resto de las mujeres que vivían en los fortines, la calificación despectiva de chinas, milicas, cuarteleras, fortineras o chusma.
Carmen Funes de Campos, conocida popularmente como “La Pasto Verde”, fue una mujer mendocina que participó en la Guerra contra el Paraguay junto a su marido y luego se afincó con él cuando lo destinaron a la “frontera”. Durante la etapa de la Conquista de Roca. Se la ha ubicado también en la Fundación de Carhué, Puán y Trenque Lauquen. En 1878, durante la “Conquista del Desierto” se aquerenció en Plaza Huincul.
En Neuquén junto a una acequia donde sobrevivió como posadera, comerciando con todo lo que llegaba a su rancho y criando chivas y vacas; allí formó su rancho en el desolado camino que iba de Neuquén a Zapala.
Murió allí en 1917. Al año siguiente, en su campo se asentó uno de los primeros pozos de YPF y fue allí donde se percibió por primera vez gusto a querosene en el agua.
Su figura fue inmortalizada en una zamba escrita por Marcelo Berbel “La Pasto Verde” e interpretada por Jorge Cafrune y José Larralde, entre otros. En la localidad de Carhué se encuentra la Casa Museo de Domiciana Correa de Contreras, conocida como la “última fortinera”. Había arribado a Carhué en 1876 acompañando al Tte. Coronel Nicolás Levalle en la campaña encabezada por Alsina.
Casada con el sargento Antonio Contreras, tuvo 19 hijos propios y 10 de crianza. Vivió en ese ranchito que hoy es museo, levantado al lado del paredón del fuerte, hasta su fallecimiento en 1953, a los 103 años de edad. Fue partera, curandera y sobresalió por su desinterés a la hora de ayudar a quien lo necesitase.
Eran esposas, novias, madres o prostitutas, mujeres de un solo hombre o de un regimiento. No fueron pocas: si en la Conquista del Desierto hubo seis mil soldados, las fortineras llegaron a cuatro mil. No se entiende por qué las condenaron al olvido, pues sin ellas la campaña del Sur -para bien o para mal- no habría sido posible. No sólo cuidaron de los hombres, los vistieron, alimentaron, curaron y -llegado el caso combatieron a la par de ellos, sino que con su presencia les dieron motivo para quedarse en un ejército al que la mayoría fue enganchada de prepo, como cuenta el Martín Fierro.
La ley de vagos
A medida que se extendían las fronteras internas y se repartían tierras, se ahondaba el problema de quiénes trabajarían en ellas. Nuestros gauchos no sabían de alambradas. La libertad de vientres -primero- y la abolición de la esclavitud -después- hacía difícil conseguir mano de obra.
En 1815 se redactó el Reglamento de tránsito de individuos, versión local de la antigua Ley de vagos y maleantes española. Entre otras cosas, decía que “todo individuo que no tenga propiedad legítima de que subsistir, será reputado en la clase de sirviente, debiéndolo hacer constar ante el juez territorial del partido. Es obligación que se muna de una papeleta de su patrón, visada por el juez. Estas papeletas se renovarán cada tres meses. Los que no tengan documentos serán tenidos por vagos”.
El reglamento permitía matar dos pájaros de un tiro: quien fuera pescado sin su papeleta (y se hacían redadas para encontrar hombres) debía elegir entre la peonada y el Ejército. Se había acabado eso de levantar un rancho en cualquier parte o de carnear una vaca cuando el estómago hiciera ruido.
El avance sobre las fronteras internas se hizo en etapas. A lo largo de las décadas que insumió, la presencia de las mujeres fue una constante y estaban incluidas en las directivas que daba la oficialidad.
La vida en el fortín
A medida que llegaban eran rebautizadas por la soldadesca: Carmen Funes ( La Pasto Verde), Mercedes Casas ( La Mazamorrera) y la Viejita María; Mamá Culepina (una araucana afincada en el regimiento 3) y Mamá Pilar; la Pastelera y la Pocas Pilchas (que figuraron en un parte diario porque se habían trenzado en una pelea)… Algunas tuvieron nombres humillantes: la Cama Caliente, la Pecho’e Lata, la Vuelta Yegua.
De este modo se pretende hacer conocer la participación de las mujeres en el poblamiento de distintas regiones del país. Adonde llegaron acompañando a los soldados en los fortines levantados en tierras dominadas por los pueblos originarios.
El impecable trabajo de Vera Pichel la escritora, periodista y militante política autora, entre otras obras, de “Evita íntima”, permite echar luz sobre estos episodios de la historia argentina y a la vez ampliar el conocimiento acerca de los protagonistas sin distinción de género.