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Cómo se gestó el golpe más anunciado y sangriento de la historia

Sergio Sarachu
Por Sergio Sarachu
Un profundo análisis de cómo empresarios, militares y medios de comunicación confluyeron en el clima previo. Capítulo de una libro imperdible.

Hace 47 años una mínima parte de la población se sorprendió por el derrocamiento de la presidenta Isabel Martínez de Perón y el inicio de la dictadura militar. Aquí un análisis detallado de la situación en 1976.

El periodista y escritor Marcelo Larraquy publicó una investigación minuciosa sobre cómo se gestó el golpe de estado más anunciado y sangriento de la historia Argentina, en su libro “Argentina. Un siglo de violencia política”. Uno de los espacios dedicados a analizar los componentes políticos, empresarios y la injerencia de Estados Unidos es el que reproducimos aquí.

“Desde el Rodrigazo, la Sociedad Rural y otras corporaciones agrarias venían realizando paros, que acompañaban con movilizaciones y cortes de ruta, y que provocaban desabastecimiento y aumentos en el precio de la carne. El gobierno amenazó con expropiar la hacienda y ordenar una reforma impositiva, pero estaba lejos de una medida semejante. La Sociedad Rural Argentina (SRA) era parte de la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (APEGE), que reunía distintas cámaras empresarias —del comercio, la construcción, etcétera— y reclamaba el restablecimiento del “orden” y la eliminación de aquellos elementos que “dificultaban el desarrollo del proceso productivo e impedían el aumento de la productividad”, es decir, las comisiones internas de las fábricas, a las que emparentaba con la subversión, sin eufemismos. Tras una reunión con el general Videla, la SRA expresó:

No se percibe una acción definida en contra del extremismo, [hay] desgobierno [y] un clima de terror creado por la guerrilla, a la que es difícil de combatir por estar amparada en diversos niveles políticos y administrativos.

Es decir, la SRA acusaba a Isabel de ser responsable del caos que servía para allanar el camino al “marxismo”. El 16 de febrero APEGE promovió un lock-out en reclamo de medidas económicas y contra “la subversión”, que contó con el apoyo de alrededor de mil cámaras patronales de todo el país. La decisión de “bajar las persianas” fue interpretada no solo como una demostración del poder empresario frente al “agotamiento” del gobierno, sino como un llamado a la desobediencia civil. APEGE amenazó con suspender el pago de impuestos, cargas fiscales y aportes sindicales; además, convocó a otro paro para el mes de marzo.

Aunque retenía representatividad en sectores industriales, la Confederación General Empresaria (CGE), patrocinada por el ex ministro José Gelbard en apoyo al gobierno peronista, no tenía peso frente a la nueva corporación que apoyaba el golpe de Estado. Su ex titular ni siquiera estaba en el país. Se había exiliado para escapar de la persecución de la Triple A.

Pero Isabel Perón se negó a renunciar. Aun con la falta de respuestas, sin la posibilidad —ni ella ni la oposición— de promover una alternativa en el marco constitucional, mostraba su voluntad de completar su mandato e incluso tenía ambiciones de renovarlo: en los últimos cambios de gabinete del mes de enero, había relevado a dirigentes del PJ que podrían tener hipotéticas aspiraciones presidenciales y contaban con el apoyo del sindicalismo. Isabel se sentía en carrera. Pensaba continuar.

En febrero de 1976, la junta militar que se disponía a gobernar el país ya había planificado sus primeras decisiones. El Proceso de Reorganización Nacional (PRN) sería un gobierno directo y efectivo de las Fuerzas Armadas, con un núcleo de decisiones en el que no habría participación civil, como había ocurrido en la Revolución Libertadora, y los militares tampoco serían “tutores” de un poder civil, como sucedió entre 1962 y 1963 durante el interinato de José María Guido, ni entregarían el gobierno en manos de un militar que estuviese por encima de las tres armas, como había sido el caso del general Juan Carlos Onganía.

Las Fuerzas Armadas tendrían el control total del poder como nunca antes había sucedido en la historia argentina. Los jefes militares, por su parte, tendrían el mando exclusivo de la represión ilegal a través de directivas secretas, y además se crearía una Central de Operaciones e Inteligencia (COI) que organizaría las acciones de inteligencia y las operaciones de seguridad, con personal de la Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE), el Batallón de Inteligencia 601, la Policía Federal y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, todas instituciones subordinadas a las órdenes del Comando General del Ejército.

El Día D a la hora “H” sería el 24 de marzo. La maniobra debía encubrirse como una actividad “contra la subversión”. A medida que se aproximaba la fecha, no era difícil interpretar de la lectura de los diarios que se consumaría el golpe de Estado. “Aguárdanse decisiones en un clima de tensión”, “Inminencia de cambios en el país”, publicaron La Nación y Clarín, respectivamente, el 23. En su edición vespertina, La Razón fue más explícito: “Es inminente el final. Está todo dicho”.

Ese día, el ministro de Defensa José Deheza se había reunido con los tres comandantes de las Fuerzas Armadas. El gobierno estaba dispuesto a ofrecer todo, un cambio de rumbo, de planes, puestos en el gabinete; todo menos la renuncia de Isabel. “Ya es tarde”, fue la respuesta de Videla, Agosti y Massera. De todos modos, los comandantes decidieron continuar la entrevista al día siguiente en el Comando del Ejército. Por la noche, el gobierno comunicó que las negociaciones con las Fuerzas Armadas estaban “en un punto óptimo”.

Pasada la medianoche, en los primeros minutos del Día D, Isabel concluyó una reunión con su gabinete, sindicalistas y dirigentes del PJ. “Mañana sigue la reunión. Todo es normal, no tengo noticias de movimiento de tropas”, comentó el metalúrgico Lorenzo Miguel. “Tranquilos, muchachos, que no hay golpe”, indicaban dirigentes del PJ a los periodistas a la salida de la Casa Rosada. Los diarios demoraron el cierre de la edición del día.

A la una menos diez de la madrugada, Isabel abordó el helicóptero en la Casa de Gobierno. La acompañaban su secretario, Julio González, y cuatro hombres de su custodia personal. Los dos pilotos, designados por el brigadier Agosti, emprendieron vuelo. A los pocos minutos, alertados por una orden cifrada por radio, informaron a Isabel que aterrizarían en Aeroparque. Sospechaban que se les había “plantado” una turbina. Su jefe de custodia y su secretario se negaron a descender y recomendaron a Isabel que lo hiciera solo cuando llegara el auto que la conduciría a Olivos. Isabel aceptó el consejo. Pero luego se presentó el jefe de la estación aérea que la invitó a esperar en su despacho.

La Presidenta y sus hombres caminaron cien metros por la pista y apenas llegaron a la oficina, fueron reducidos por supuestos conscriptos aeronáuticos. Adentro, el general Villarreal informó a Isabel que quedaba arrestada y las Fuerzas Armadas tomaban el control del país.

Como indicaba el “Plan del Ejército”, la Casa Rosada, el Congreso, las oficinas públicas y los medios de prensa del Estado fueron ocupados. Lo mismo sucedió con la CGT, la UOM y otros sindicatos, intervenidos por el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea. En el interior, las tropas ocuparon las sedes gubernamentales y las legislaturas.

En las primeras horas del golpe, fueron detenidas decenas de políticos y sindicalistas, muchos de ellos fueron alojados como prisioneros en camarotes de barcos de la Armada. El intento de detener al ex presidente Cámpora fue fallido; logró refugiarse en la Embajada de México. El ex gobernador Ragone, de Salta, en cambio, había sido secuestrado el 11 de marzo por un grupo comando que lo encerró con un auto en las calles de su provincia. Nunca más aparecería. En la misma madrugada del 24 de marzo, con tropas del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, se realizaron detenciones de delegados, activistas y comisiones internas de grandes fábricas. La Marina ocupó la fábrica Propulsora Siderúrgica (SIDERAR) y detuvo a obreros que ya habían sido señalados en una lista: fueron encapuchados y torturados.

El día anterior al golpe, la empresa Ford desconoció la representatividad gremial de los delegados y les comunicó que “se olvidaran de los reclamos”. En medio de la reunión, un gerente manifestó: “Yo con ustedes no discuto más. Y a partir de ahora denle mis saludos a Camps”, el jefe de Policía de la Provincia de Buenos Aires. Las oficinas de Recursos Humanos de muchas empresas enviaron telegramas de despido por “abandono de tareas” a obreros secuestrados por las Fuerzas Armadas.

El 24 de marzo de 1976, el secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger envió al presidente Gerald Ford el telegrama confidencial 071677 en el que le anticipaba qué haría el nuevo gobierno militar.

Habrá un fuerte énfasis en la ley y el orden asignando máxima prioridad al esfuerzo antiterrorista. Un operativo limpieza contra figuras políticas y sindicalistas presuntamente corruptos, que incluye los esfuerzos para condenar a Isabel Perón por corrupción. Evitarán una postura rabiosamente antiperonista o antisindical y tratarán de trabajar con sectores receptivos del poderoso movimiento sindical. La implementación de un programa de austeridad moderada que pondrá el acento en una menor participación del Estado en la economía, la responsabilidad fiscal, la promoción de exportaciones, la atención favorable al sector agropecuario descuidado y una actitud positiva hacia las inversiones extranjeras.

A las 3.21 de la madrugada un locutor anunció, desde una cabina improvisada en el Edificio Libertador, del Ejército, que el país se encontraba bajo el “control operacional de la Junta de Comandantes”. A esa hora, el cuerpo de un hombre estaba tirado en el patio interno del edificio donde vivía. Fue la primera víctima del terror estatal con las Fuerzas Armadas en el poder. Poco después de las 2, efectivos del Ejército llegaron al 1100 de la Avenida del Libertador, en Recoleta, cortaron las intersecciones e ingresaron en el edificio donde vivía el teniente coronel Bernardo Alberte, ex edecán de Perón en los años cincuenta.

Alberte acababa de terminar de escribir una “carta abierta” dirigida a Videla, al que trataba de Señor Comandante General, en la que denunciaba el secuestro y asesinato de militantes políticos; hacía tres días un comando armado había intentado secuestrarlo a él en su oficina, ubicada a tres cuadras de la Plaza de Mayo, pero pudo retirarse unos minutos antes.

En un texto de seis páginas, Alberte reprochaba a la institución militar.

Cuando con el argumento siempre esgrimido y ahora repetido, de la necesidad de defender “un estilo de vida”, nuestro estilo de vida, el Ejército protagonizó como represor la historia de la “Patagonia Trágica” y los obreros lo hicieron como mártires; cuando desde aviones navales con tripulación también de políticos se bombardeó al pueblo en Plaza de Mayo; cuando se fusiló en la Penitenciaría Nacional, en José León Suárez y en Campo de Mayo; cuando se fusiló en Trelew; cuando militares intervinieron en la profanación del cadáver de Evita.

Y luego alertaba:

Las morgues renuevan diariamente sus depósitos de cadáveres acribillados y los órganos de seguridad no se asombran, de ningún modo, sino que lo aceptan como común y normal.

Los efectivos rompieron la puerta de ingreso del edificio y obligaron al encargado a conducirlos al departamento, seis pisos por escalera, donde Alberte dormía con su familia. Amenazado y perseguido durante meses, el ex edecán esperaba a la Triple A, pero no eran exactamente ellos. Doce hombres con uniforme de combate del Ejército le gritaron: “¡Alberte, venimos a matarte!”, y Alberte reaccionó e intentó tomar un arma, pero no hizo a tiempo para disparar; lo levantaron y lo arrojaron por la ventana al vacío.

Su cuerpo cayó en el patio del departamento de un juez. Las Fuerzas Armadas ya habían tomado el poder.

Parecía que la pesadilla de la violencia y el terror, los secuestros, las bombas, los atentados, los cadáveres, que había signado la suerte del gobierno peronista de 1973-1976 concluiría en poco tiempo ante la imagen de profesionalismo y pulcritud que transmitían los tres jefes de las Fuerzas Armadas para restaurar el orden. La pesadilla apenas comenzaba”.

ATE
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Periodista y escritor (autor de las novelas "Arde La Colmena" y "Un hijo de tres madres", además de varios libros de poesía. Neuquén. Editor.
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