La mayoría de las veces las localidades del sur argentino tienen trascendencia en los medios nacionales por hechos policiales que conmocionan a la comunidad. Este fue uno de ellos.
El comienzo de esta historia se produce en Puerto Santa Cruz, cuando la calma pueblerina se vió sacudida por un acontecimiento poco frecuente. Un asalto seguido de muerte de dos empleados del Banco Anglo, identificados como Donald Shuterland y Thomas Veitch Henderson, de 27 y 33 años respectivamente.
Era un 21 de abril de 1935, cerca de la medianoche cuando ambos empleados del Banco que vivían juntos y tenían las llaves de la puerta de entrada y del Tesoro fueron ejecutados. Luego golpearon salvajemente al gerente, Albert Mac Quibban y su esposa María Teresa Quijano, que vivían en el mismo edificio bancario.
Este episodio colocaría a la pequeña población de Puerto Santa Cruz en la primera plana de los diarios nacionales y de la región. El monto de lo sustraído era de unos 225.000 pesos moneda nacional equivalentes a unos mil quinientos sueldos de un peón de campo en la provincia de Santa Cruz.
Para entender la magnitud del botín debemos señalar que en la actualidad el salario del mismo trabajador rural supera los 110.434,65 mil pesos, lo que situaría en casi 166 millones de pesos el monto del robo. Traducido en dólares ascendía a unos 426.938 al valor del cambio al día de hoy.
Junto a la sucursal Río Gallegos del Banco, anteriormente de Londres y Tarapacá , registrado en 1904, se convertiría en el atraco más resonante en esos tiempos.
En una impecable narración el escritor Jorge Luis Vázquez sostiene que “el estupor recorría toda la región, por el asalto y por las muertes que se cargaron los delincuentes, aunque más sorpresas deparaban a los vecinos para cuando se enterasen de quienes eran los autores del hecho».
Sin perder tiempo, en un avión de “Aeroposta Argentina” llegó al pueblo el Comisario Taret, iniciando activas investigaciones, sin llegar a concluir nada. Es que ni en ese momento, ni después – más allá de las innumerables declaraciones y fastidiosos interrogatorios- Taret y su equipo tendrían pista alguna de lo sucedido. Nada…
¿Dónde estaban los culpables?
Se detuvo a toda persona desconocida que viajara en auto o a caballo y se inició un minucioso rastreo por todo el territorio. Nada…
El Comisario Taret indaga, pregunta, averigua. Se queda en Puerto Santa Cruz durante tres meses, convencido de que los autores residían en la localidad.
Trataba de mantenerse atento para comprobar el momento en que se produjera algún gesto por parte de los vecinos. Aguardaba el momento oportuno y que alguien declarase. Mientras tanto el pueblo continúa la vida con normalidad.
Entonces el 6 de Octubre, encontrándose en Puerto San Julián, se produce una novedad. En el momento de embarcar hacia Río Gallegos se le acerca el vecino Julio Aloyz – quien ese día había llegado de Capital Federal– y le comentó que allí había visto a Emilio Gustavo Lajús y había oído decir que la persona antes mencionada gastaba dinero en forma desproporcionada, al punto de haber comprado un automóvil Playmouth.
Tras la pista
Lajús era un hombre que gozaba de muy buenas referencia. Taret decide regresar a Puerto Santa Cruz y comienza la investigación del presunto sospechoso. Se comentaba que en Buenos Aires, el derroche de dinero era exagerado, por lo que envía a Capital Federal una orden para que certifiquen los movimientos monetarios. Al día siguiente todo se confirma. Gastos y más gastos…
Finalmente por orden del comisario se lo detiene y es trasladado a Río Gallegos. El sospechoso evade todo tipo de responsabilidad.
Tras largos interrogatorios, el detenido pide un descanso. Taret encuentra en ese momento la oportunidad de aprovechar el cansancio y el estado de nerviosismo del interrogado.
El policía le asegura la próxima visita a la casa de su madre- en Pigüé– para registrar la vivienda y que también era inminente la llegada de sus familiares en un avión.
Para las 18:00 Taret informó al Comisario Tolosa que iba hasta la oficina de telégrafos a atender un llamado urgente, en ese momento escuchó el sonido de un avión sobrevolando la ciudad. Esperó que el avión aterrizara, minutos más tarde ingresó a la oficina donde estaba declarando Lajús.
Taret sacó de su bolsillo una pistola calibre 45, gemela de la que utilizaron en el robo y la arrojó sobre el escritorio diciendo: “Acá tenés la pistola que usaste para matar a los ingleses, ya no necesito tu declaración, todo está comprobado. Todo”.
El acusado miró la pistola –idéntica a la que había utilizado- atormentado por los nervios y sin mirar la numeración, se levantó, se mordió la muñeca y dijo: “Está bien, soy el autor”…y lloró desconsoladamente.
La pistola arrojada sobre la mesa era la pistola de uso oficial, y el parecido con la utilizada en el robo confundió al confeso autor del hecho. Fue una mezcla de audacia, perseverancia y sentido común lo que permitió dar con los culpables del delito.
A la confesión se agregó el nombre de un cómplice, se trataba del sobrino del detenido. Sin embargo la participación del familiar fue secundaria ya que -según la declaración hecha por el principal implicado – él no había asesinado a los empleados de la entidad ni había ideado el asalto. Emilio Gustavo Lajús había nacido en 1907 y contaba con 28 años de edad.
La fuga de la U-15
Luego de la confesión realizada por el principal detenido y su cómplice, ambos fueron trasladados a Río Gallegos, siendo alojados en la Unidad Penitenciaria Nº 15. Allí se escribiría uno de los capítulos más trágicos en la historia del penal.
Aproximadamente a las 10,15 del 13 de agosto de 1936, aprovechando el tumulto del recreo penal reducen a un guardia amenazándolo con un cuchillo, Emilio Lajús – un experto tirador – y otro cómplice, se apoderan de una carabina.
Tras saltar el muro perimetral de 2 metros de altos y siete hilos de alambrado emprenden la fuga por el antiguo cementerio ubicado en la parte trasera de la Unidad.
Han sorteado con éxito los primeros disparos que realiza el guardia ubicado en la garita del penal. Sin darse vuelta Emilio le dispara a un segundo guardia acertándole en la cara.
La fuga es desesperada entre las matas que pueblan la zona. El guardia Carlos Boisselier que había disparado al evadido recibe un balazo en el corazón disparado con el arma que portaba Lajús.
Sin embargo, el final se acerca, ya que un balazo de los guardias penitenciarios acierta en una de las piernas de Emilio, quebrándole el fémur.
Herido, imposibilitado de seguir y con una sola bala en su arma Lajús toma su última decisión: “apoyó la culata en el suelo y como pudo, sabiendo que le quedaba solo un proyectil, colocó su mentón en el caño. Con el pulgar buscó el gatillo, lo apretó…murió en el acto. Viendo esto Gabriel Tulián, el otro prófugo, levantó sus manos y se rindió.”
Las escenas que se relatan en el comienzo de las crónicas son vivencia de Victoria Eleonora Argentina Gooderham, que nació en Río Gallegos en 1929 y residió hasta 1949.
Helen, como se la llamaba, era una pequeña que unos siete años cuando ocurrieron estos episodios y recuerda que a su padre Francis Gooderham le habían solicitado fotografiar los cuerpos y el cuchillo utilizado en la fuga.
Francis Gooderham era joyero y tenía su local en la Avenida Roca 1056 al lado del Hotel París. Del propio relato de Helen se desprende otro detalle relacionado con las pertenecías de Lajús.
«Entre los efectos que pudieron rescatar traídos de Bs. As. había una hermosa valija neceser de cuero de chancho que contenía utensilios de tocador de cristal y plata y que el juez le trajo a papá para que pudiera venderlo para contribuir a los gastos del juicio. La valija tenía un forro de loneta marrón con esquineros de cuero y una plaqueta de cuero sobre la tapa con las iniciales de uno de los malhechores. Las iniciales eran E.G.L. por Emilio Gustavo Lajús. Papá descosió esta plaqueta y me la regaló. Esa plaqueta hoy día está en en las buenas manos del Sr. Oscar Satriano«, Alberdi 620, coleccionista de antigüedades y folclorista de la localidad de Escobar, Prov. de Buenos Aires.
(Continuará…)