El 9 de agosto de 1942 un puñado de músicos se impuso a un ejército. Ese domingo, a once meses de que las tropas nazis iniciaran el sitio sobre Leningrado, la orquesta de la radio de la ciudad estrenó la séptima sinfonía de Dimitri Shostakovich, parida al ritmo del hambre, el horror y la muerte.
El 22 de junio de 1941 las tropas nazis invadieron el territorio soviético y, apenas seis semanas después, ya habían cercado a Leningrado. Con temperaturas invernales de 40 grados bajo cero, el plan de Hitler era esperar que el frío y el hambre terminaran con la población. “Leningrado debe ser borrada de la faz de la tierra. No nos interesa salvar a su población”, aseguró Hitler al presentar el plan de batalla.
A pesar del clima y del Führer, Leningrado resistió. Las balas, el hambre y el filo acabaron con un tercio de la población, pero Leningrado resistió los 872 días de sitio. Sin provisiones, los habitantes de Leningrado comieron raíces, y cuando ya no quedaban raíces comieron el cuero de sus zapatos, y cuando estos se terminaron comieron a sus mascotas, y después ratas, y luego palomas y patos salvajes. Finalmente comieron cadáveres, también, pero no se rindieron.
En honor a ellos, durante el gélido invierno de 1941, Shostakóvich compuso una obra que glorificó el valor de su ciudad natal. Prueba de ello son los nombres que Dimitri asignó a cada uno de los cuatro movimientos de la sinfonía: Guerra, Memorias, Los grandes espacios de mi patria y Victoria.
La obra fue estrenada en Moscú el 29 de marzo de 1942, por una orquesta armada con los músicos sobrevivientes del Bolshoi y de la Sinfónica y, de inmediato, las doscientas cincuenta y dos páginas de su partitura se microfilmaron y se enviaron por avión a Irán para que desde allí pasara a Occidente. Apenas ochenta días después fue presentada por la Filarmónica de Londres y el 19 de julio ya había cruzado el Atlántico para ser estrenada en New York por la orquesta de la NBC dirigida por Arturo Toscanini.
Para entonces la sinfonía era emblema de los aliados, de modo que las autoridades de Leningrado se propusieron presentar también allí la obra. La composición exigía una orquesta ampliada de más de cien músicos. Pero Leningrado ya no tenía orquesta: la filarmónica de la ciudad había sido evacuada y la orquesta de la radio, diezmada por la muerte de sus integrantes, había sido disuelta. Así y todo, las autoridades de Leningrado convocaron igualmente a ensayo. De los cuarenta músicos de la agrupación se presentaron apenas catorce. El resto había muerto en el sitio, o combatía en el frente.
El primero de los ensayos, que supuestamente iba a durar tres horas, terminó a los veinte minutos: los músicos estaban tan débiles que muchos se desplomaron apenas iniciada la interpretación, especialmente quienes ejecutaban instrumentos de viento. Un informe redactado por el departamento de cultura alertó a las autoridades: “El tambor murió camino al ensayo, el primer violín está muriendo, el trompetista agoniza”.
Literalmente, los músicos no podían ni caminar. El propio director era llevado a los ensayos en trineo y alzado en brazos para subir al escenario. Los músicos recibieron entonces raciones extra de alimentos, donados por amantes de la música que los resignaron de sus propias cuotas. Así y todo, tres músicos cayeron muertos durante los ensayos.
Para completar la orquesta se retiraron músicos del frente de batalla y en las calles se pegaron carteles convocando a todo intérprete a la sala de ensayos. A pesar de las seis prácticas semanales, la orquesta que se pudo formar sonaba de regular a mal y, para empeorar las cosas, no pocas veces las sesiones eran interrumpidas por bombardeos.
Milagrosamente, los ensayos siguieron y, créase o no, la orquesta llegó tocar la sinfonía completa apenas una sola vez antes de su estreno, el 9 de agosto de 1942, fecha en que Hitler había previsto celebrar la rendición de Leningrado. Las autoridades soviéticas venían anunciado el concierto mediante altavoces, no solamente en la ciudad, sino también frente a las trincheras nazis, de modo que ese día la Gran Sala de la Filarmónica de Leningrado, escenario elegido para la presentación, pasó a ser objetivo de las baterías enemigas.
A las seis de la tarde se emitió un mensaje del director de la orquesta, Karl Eliasberg, anunciando el concierto y, de inmediato, la artillería del general Góvarov disparó sobre las posiciones alemanas tres mil proyectiles de alto calibre, un modo más que elocuente para garantizar a continuación todo el silencio y la atención en ambos bandos.
Cuando se encendieron las luces del escenario la audiencia vio entrar a un tragicómico grupo de músicos vestidos cual repollos, capas y más capas de ropa, no por bajas temperaturas sino a causa de los escalofríos de la inanición. Sea como sea, durante los siguientes setenta y cinco minutos Eliasberg y sus hombres dieron a conocer a sus vecinos la obra que glorificaba el valor de su propia ciudad, irreductible ante el hambre, el frío y la muerte.
Según cuentan el concierto fue, desde el punto de vista musical, sencillamente horrible. Aun así, aquel grupo de esqueléticos músicos logró una soberbia victoria en el plano militar. La séptima sinfonía de Dimitri Shostakóvich devolvió la esperanza a una población que, con una hora y media de aplausos y lágrimas celebró su propia resistencia en la cara misma del nazismo.
Ochenta años después de aquel concierto, las no tan nuevas derechas parecen tenernos rodeados y amenazan arrasar con todo de un momento a otro. Mientras ensayamos nuestros propios himnos de resistencia escuchamos la Séptima Sinfonía de Dimitri Shostakovich interpretada por la Filarmónica de Londres dirigida por Valery Gerguiev.