Ad image

De San Martín a Bogotá, con los libros bajo el brazo

Sergio Sarachu
Por Sergio Sarachu
La intimidad del viaje que realizaron las dos escritoras y difusoras de la literatura patagónica.

Las escritoras María Martha Paz y Sabina Nó participaron de la Feria Internacional del Libro de la capital colombiana, llevando la literatura infantil que se hace en Patagonia.

Las escritoras e incansables difusoras de la literatura patagónica formaron parte de los espacios orientados a las infancias, en la reciente Feria Internacional del Libro de Bogotá, Colombia. Especialmente, María Martha Paz y Sabina Nó, llevaron a ese país el riquísimo material que se produce en nuestra región y nos enviaron esta bella bitácora de viaje:

De la aldea de montaña a Bogotá

«Después de atravesar Siete Lagos, empezó realmente nuestro viaje. En Chile, obvio, como Violeta,  como Neruda, como Tellier, como el Pacífico. Incluyó pedido de vacunas en la frontera, payla marina en Angelmó y once con pan casero en casa de un amigo. Tomamos un avión diminuto en Puerto Montt y a media noche, como Cenicienta, llegamos a Santiago. Sobre las sillas de un barcito del aeropuerto maldormimos hasta las 3.20, hora de despachar las valijas y acomodarse otra vez a dormir sobre asientos incómodos hasta la hora de salida.

El sol subiendo detrás de las montañas sobre un cielo amarillo anunció que era hora de subir al segundo avión, esta vez a Lima. Bajamos, cargamos nuestros inestables celulares y ahí desde un menú en dólares elegimos para almorzar unos camarones sobre verduras varias. Nuevo embarque, nuevo viaje, nuevo avión. Esta vez, a Bogotá. Treinta y cinco horas más tarde de haber salido de la aldea de montaña, al fin llegamos. Estábamos a 7.139 kilómetros de distancia de nuestras casas.

Autos, muchos autos. Motos, muchas motos. Bicicletas, muchas bicicletas y el Trasmilenial o miles, miles de colectivos. Todos juntos ahí, entre calles anchas y angostas que subían y bajaban, rodeadas de barrios de casas bajas y negocios con rejas y edificios altísimos de ladrillos rojos con y sin balcón. Ahí entre todos armaban un combo de tránsito y ruido que llaman “trancón” que todo lo acelera y calienta, especialmente los humores. Era sábado a la tarde y la ciudad desbordaba. Nosotras ahí, pequeñas ante tanta inmensidad, tanta exageración, metidas en un auto que atravesaba la ciudad, el trancón, con las valijas llenas de la ropa equivocada, de alfajores y dulce de leche como regalo, de postales y libros, y sobretodo, de sueños bastante enredados.

La mañana del domingo empezó con mate, arepas de queso y fruta, mucha fruta que apenas conocíamos: maracuyá, mango, piña. Siguió con un paseo por Usaken, barrio de colores, olores y sonidos. También, la iglesia Santa Bárbara frente al Parque principal rodeado de puestos con bolsos, colgantes, mantas, libros, ropa, arte hecho por los mismos artesanos que ahí exponían. Conocimos a José Plata de Surtidora Cultural, escritor, emprendedor, amante de su ciudad y autor del libro Bogotono donde cuenta y muestra la paleta de colores de Bogotá. Después visitamos la zona T o zona Rosa. Un shopping, muchos negocios, muchos turistas, muchas lenguas, artistas callejeros tocando Coldplay en violín mientras un hombre regalaba stickers de “I am happy” a todos los que pasábamos caminando frente a él. Y sí, así estábamos. “Very very happy”.

Tercer día. Nos esperan en la Universidad, la EAN. Dos jóvenes nos hacen una visita guiada y nos cuentan que tiene tres sedes y más de 10.000 estudiantes. El edificio que recorremos cuenta con 20.000 m2 desparramados en 10 pisos y es el primero de Colombia diseñado por William Mc Donough, arquitecto experto en desarrollo sostenible, implementado sobre la base de la economía circular  que genera ahorro de energía y reducción en el consumo de agua potable. En efecto y no invernadero, la construcción fue desmantelada y vuelta a armar de manera sustentable; es decir, sacaron cada clavo y madera, ¡los contaron!, y los volvieron a clavar. Pablito clavó un clavito… En la terraza hay huerta, panales con abejas que producen miel y una vista increíble de Bogotá a 2400 m. sobre el nivel del mar. Las baldosas están separadas por un pequeño espacio por donde el agua de lluvia se filtra y se utiliza en los sanitarios. La luz se encuentra estratégicamente inclinada para evitar la contaminación lumínica. Las ventanas están cubiertas por unos hierros con agujeritos para aprovechar el aire para ventilar el edificio. Hay un montón de aulas hermosas de todos los tamaños, con pantalla, audio, almohadones, sillas con y sin ruedas, maquinitas para cargar tu botellita de agua mientras ye dice cuántas de plástico se ahorraron gracias a este procedimiento y más. Hay un sector de descanso con camitas y sillones colgantes, tres auditorios (uno gigante donde se hizo un Tributo a Sosa Stéreo), pelotero y más. Además, gimnasios y laboratorios varios. Uno de realidad virtual a través del que visitamos Washington y ¡¡Nepal!

Después de comer fuimos al fin a la Feria. Conocimos a Zulma, Iván y el lugar donde sería nuestra presentación. Fuimos directo al Pabellón de Literatura Infantil. Queríamos saber de qué se trataba, qué están escribiendo por esos lados, cómo son sus libros. Sin embargo, antes de entrar nos desviamos hacia una sala de lectura donde niños y niñas con madres, padres, tutores o encargados escuchaban atentamente a narradoras de Fundalectura que estaban compartiendo “De agua, verdor y viento”,  una recopilación de paisajes sonoros, cantos y relatos indígenas para niños y niñas de 9 familias lingüísticas en riesgo de extinción. Algo nos sonaba. “Estamos en sintonía”- pensamos y al terminar la función charlando con los protagonistas lo comprobamos.

Ahora sí. Era la hora de llegar al Pabellón de Literatura Infantil. Pero no. Otra vez, como Caperucita, nos perdimos en el camino. Es que había un taller divino. ¡Cataplum! Sí, las hacedoras de esos libros hermosos estaban ahí, frente a nosotras hablando de libro álbum y libro ilustrado. ¿Cómo negarnos a ese taller? Mafe y Ana contaban cómo los ilustradores habían hecho para que unas líneas en lápiz sobre un papel blanco se convirtieran en bellas páginas de libros, en verdaderas obras de arte. “Trabajamos sin tiempo”- dijo. “Sabemos cuándo empezamos pero no cuándo terminamos: un año, dos…” Nos compartieron todo el proceso de ilustración de “Esopo dijo que era el burro”, “Cristina juega” y “La sopa más rica y otros cuentos”. Al terminar, nos acercamos y les dijimos que admiramos su trabajo y que se ve que tienen un equipo excepcional. “¿Qué? (What? Al mejor estilo Moria) Solo somos nosotras dos”- dijo para dejarnos con  las bocas abiertas e ilusionarnos. “Vamos por buen camino”- confirmamos.

Llegamos al Pabellón. Estábamos en Disney. Libros objeto, álbum, ilustrados de todos los colores, tamaños y texturas. Recorrimos cuatro stands y ¡chan! Hora de irnos. La Feria ya cerraba. Sin tiempo. Para los buenos libros no hay tiempo. Para lo bueno nunca alcanza porque es eterno.

A la noche festejamos el cumple de Sabi en un restaurant con comida típica colombiana: patacones, arepas, papas. De repente, un grupo de artistas se acercó a la mesa y una payasa le puso una banda roja y amarilla a la cumpleañera y la bañó con pétalos y mariposas de papeles de colores mientras unos músicos tocaban el “feliz cumpleaños” con saxo y acordeón. Inolvidable.

Martes. “No te cases ni te embarques. Andá alMuseo del Oro”-nos dijeron y eso hicimos. A lo largo de cuatro pisos, vimos la mayor colección de orfebrería prehispánica del mundo: 34 mil piezas de oro (No las contamos pero eso decían los carteles) que incluían una balsa en miniatura, flechas, pecheras, coronas,… delicadamente exhibidos en vitrinas iluminadas de forma muy bella. Aprendimos sobre las culturas Muisca y Tayrona y conocimos el poporo quimbaya. A la salida del Museo, camino a la Plaza de Bolívar y la Candelaria, entramos por una pequeña puerta de madera a la Iglesia de San Francisco, el templo más antiguo en pie de la ciudad. En un altar, nos sorprendió una cantidad enorme de casitas de cartulina debajo de una imagen, la de Santa Ana, patrona de las casas. Los creyentes dejan una carta sobre la casa que sueñan. Los más fervorosos, una maqueta sobre facturas, servilletas o folletos. Las hacen grandes, detalladas y hasta con decoración. Otras son minimalistas: una casa de pesebre, un pequeño edificio de papelería o una casita hecha artesanalmente. “Todo vale para tener la casa propia”-nos explica la señora que custodia el espacio. Seguimos hacia la Catedral que también está custodiada pero por dos militares armados con cascos, borcegos y traje de fajina. Miramos alrededor y el barroco del 1500 se nos cayó encima. Maderas y oro estaban allí sobrecargándolo todo. Al igual que los soldados. Al igual que la lluvia que caía a cántaros. Al igual que los vendedores de paraguas y capas que inundaban la calle. Nuevamente vamos a la Feria. Debemos terminar el recorrido por los libros infantiles. Vimos libros para infancias, pero en el Pabellón de México que nos atrapa ni bien nos ve entrar. Juan Rulfo, Octavio Paz, Frida, un homenaje a Gabriel García Márquez, “el colombiano más mexicano de todos”, los códices y libros bilingües de pueblos originarios como el maya nos devoran y no nos dejan salir por tres horas. Otra vez el Pabellón de infancias deberá esperarnos hasta el día siguiente.

Miércoles. Desde que llegamos, nos convidan té de coca por la altura. Al fin llegó el día de probar si realmente hace efecto. Subiremos 3400 m. sobre el nivel del mar en un funicular repleto de voces alemanas, brasileras, francesas e italianas que observan las copas de eucaliptos altísimos. Bajamos y entramos en la iglesia … construida en … y donde a un Cristo le crece el cabello. Después recorremos el Vía Christie que atraviesa la naturaleza donde un colibrí sobrevuela nuestras cabezas. Toda Bogotá se ve desde ahí arriba. Dos artistas la pintan en óleo sobre lienzos en atriles mientras el atardecer nos deslumbra con naranjas, amarillos y rojos.

Jueves. Llegó el día de nuestra presentación. Un auto eléctrico nos lleva a la Feria. Acomodamos los libros, la compu y el televisor. Llegan estudiantes de la escuela rural “El destino”. Sí, ese es su nombre. Son adolescentes. Viajaron casi dos horas para llegar. También hay docentes de diferentes niveles. Hablamos de Argentina, la Patagonia, de nuestros libros, de libros álbum e ilustrados, de escuelas, profesores, artistas, Messi y Maradona. Leemos, charlamos, escuchamos. Nos cuentan que están leyendo dos libros de guerra. Nos quedamos pensando. Ellos también. Al finalizar, voy al pabellón de Colombia. Allí, Yirama Castaño Güiza acaba de leer poesía junto a la cubana Yanelys Encinos Cabrera. Son estrellas. Son poetas. Leen y todo brilla. Tomamos un cafecito juntas y charlamos sobre libros, sobre nuestros países, sobre amigas, sobre el trabajo colectivo, sobre poesía. Nos reencontraremos otro día. Luego, voy al pabellón de Literatura infantil. Irene Vasco coordina un taller de microrrelato que simultáneamente se emite en EEUU. Los participantes somos de México, Venezuela, EEUU, Australia y obviamente, Colombia y Argentina. La reconocida escritora propone un decálogo y actividades muy creativas. Manos a la obra. A escribir. Leemos, escuchamos, aprendemos. Hermoso intercambio. Hermosa tarde.

Viernes. Sabina va temprano a un taller de ilustración. Conoce a Roger Ycaza, ilustrador muy famoso por aquellos lados. Publicó libros en castellano y portugués. Comparte sus saberes. Disfrutan, intercambian. A la tarde, últimas horas de Feria para nosotras. Un trancón demora toda la ciudad que realmente está atrancada, trabada. No logramos encontrarnos con Yirama ni Irene. Triste final, como todos los finales. Ganas de más. Otra vez, sin tiempo. Para los buenos libros nunca alcanza el tiempo. 

Sábado. Nos levantamos muy temprano. Desayunamos arepas y fruta por última vez. Atravesamos la Calera y sus miles de bicicletas. Todos parecen practicar ciclismo. Llegamos a un centro de estimulación donde una de las propuestas es la hipoterapia. Nos espera el Director Gustavo Palomino. Nos cuenta su historia y la del lugar. Nos muestra orgulloso todos los rincones. Mucho trabajo, mucho estudio. Uno de sus jinetes participará en las Olimpiadas. Finalmente llegamos a Zipaquirá donde está la Catedral de Sal. Grupos folklóricos de todas las edades bailan en un anfiteatro. El público aplaude y canta. Seguimos alto pero esta vez toca bajar. Bajamos 180 metros al interior de la Tierra. Estamos en una mina de sal que ya no funciona como tal. Consiste en un viacrucis tallado en piedra salina. Recorremos las catorce estaciones rodeadas de grupos de personas con guías especializados. Muchas voces, mucho ruido. Mucha gente. Cada talla, cada socavón tiene una historia. Cada estación, una gruta con una cruz gigante y reclinatorios hechos en piedra y sal iluminados con diferentes colores. Llegamos a la última estación, la Cúpula, la nave central de la catedral. Bancos a los lados, púlpito e imágenes. Pensamos que es el fin del recorrido, pero no. Aún faltan los negocios. Parece un shopping subterráneo. Café, cine, artesanías.

Domingo.  Volver. Sin la frente marchita. Con el pecho henchido. Felices, cansadas. Plenas. Agradecidas de haber conocido tanta gente linda con intereses similares recorriendo caminos parecidos, llenos de arte, de palabras, de imágenes y generosidad. Después de muchas horas de vuelo, conexiones, esperas, llega el cansancio. Otra vez, maldormir en los asientos del aeropuerto de Santiago. Falta menos. “Sarna con gusto no pica”- pienso.

Lunes. Vuelo a Puerto Montt. Descanso. Fueguito, leña.

Martes. San Martín de los Andes nos recibe frío. Nevó unos días antes. Atrás quedó el verde feroz, la espesura de la naturaleza. Llegamos con ideas nuevas, con mucho aprendizaje, con mucho para dar porque lo bueno se comparte. Bogotá quedó lejos. O no tanto. Ya estamos en nuestra aldea de montaña. Hogar dulce hogar».

¡Gracias María Martha Paz por este recorrido íntimo de un viaje inolvidable!

ATE
Compartir este artículo
Seguir:
Periodista y escritor (autor de las novelas "Arde La Colmena" y "Un hijo de tres madres", además de varios libros de poesía. Neuquén. Editor.
Dejanos tu comentario