Eran cerca de las nueve de la mañana del 4 de septiembre del año 2008. El micro de la empresa El Pingüino traía el mismo cansancio que sus pasajeros. Los casi dos mil seiscientos kilómetros que separan a Río Gallegos de la ciudad de Córdoba se hacían sentir en la humanidad de los recién llegados.
Para mantener la costumbre, el frío y el viento saludaban a los arribados en la terminal emplazada a la vera de la autovía que aún no se llamaba “17 de Octubre”. La joven Elizabeth Shirley Adaro Davies descendió del ómnibus, buscando con la mirada a quien debía recogerla luego del largo viaje.
“El fiolo no vino”, pensó la joven, mientras recibía los bolsos que traía en este largo viaje que había comenzado en Perico, provincia de Jujuy hasta terminar en nuestra ciudad para trabajar en “Las Casitas”, ese barrio de prostíbulos que ocupaba varias manzanas detrás de la terminal.
Sin embargo una mujer algo mayor se acercó hasta ella, dándole la bienvenida. “Vengo de parte de la gente del Bar “Verónica” a recibirte”, dijo de una manera casi impersonal. Pocos minutos después llegaron al bar y allí los que mandaban le dijeron “te estábamos esperando, hoy te ubicás, descansas del viaje, tenés día libre y mañana empezás a trabajar a la noche.”
A ese trabajo Elizabeth lo conocía desde hacía bastante tiempo y aunque venía del norte lejano, su origen estaba en la patagónica Trelew. Por eso el paisaje y el clima no la sorprendieron tanto. Tenía la fisonomía de los descendientes de Gales que poblaron Chubut, de allí que de tanto en tanto le decían “la galensa”.
En otro rincón de la ciudad un joven obrero acarreaba bolsas de cemento y ladrillos en una obra en construcción de un complejo de departamentos. Se llamaba Lucas Guaymas y había llegado hacía pocos días de Salta en busca de la bonanza que, se decía, vivía la provincia de Santa Cruz.
“Vamo a Gallego pué” le dijo un amigo tentándolo de dejar “La Linda” y buscar fortuna en el sur. Por entonces, Santa Cruz y su capital muy particularmente vivían las mieles de la obra pública, reimpulsada por el gobierno nacional. Hacía poco que se habían acallado los reclamos del año anterior que habían terminado con el gobierno de Carlos Sancho y permitieron la llegada del diputado Daniel Peralta a la casa de gobierno provincial.
La ciudad recibía migrantes y conflictos también. Comenzaban a perfilarse los asentamientos y usurpaciones de tierras públicas dando lugar a una nueva postal ciudadana. Lucas Guaymas trabajaba y vivía en ese complejo en construcción en una muestra de explotación laboral que con sus más y sus menos, siempre existió en el rubro.
Dicen quienes lo conocieron que tenía una “debilidad por el alcohol”, en especial la cerveza. Era un solitario, como Elizabeth, que había elegido recalar acá también en esta tierra de vientos y soledades.
Ese jueves y el destino comenzó a tejer su trágica maraña cuando los llevó a conocerse en un boliche de cumbias. Así, charla va, charla viene, concertaron una cita para el día después. Lucas, el joven salteño de pelo largo y escasa estatura volvía contento a su morada luego de la conquista.
Elizabeth hizo lo propio y a bordo de un taxi, volvió al “Barrio Alasca”, como algunos denominaban a la zona roja de “las casitas” donde se desarrollaba el negocio de la prostitución, alcohol y trata de personas.
Repiqueteaba en su cabeza la melodía de Los Caballeros de Quema cuando decían: “¡Arriba morocha!, que nadie está muerto, vamos a punguearle a esta vida amarreta un ramo de sueños”.
Y soñó con un futuro mejor para ella y su hijo de siete años, que había quedado en Perico, con la esperanza de traerlo una vez saldadas las deudas que la habían depositado en Río Gallegos. La exactitud de las distancias indican que separaban a madre e hijo unos 3.480 klometros y eso también le pesaba.
Lucas Guaymas iba y venía con la descarga y acarreo de materiales para la obra que avanzaba, mientras pensaba en su conquista de la noche anterior. Aguardaba con ansiedad la llegada del atardecer, horario pactado para el encuentro.
La jornada concluía y el joven salteño se disponía a recibir a Elizabeth que ya se arrimaba al lugar. «Estoy cerca de un gran supermercado, le había dicho, pasando el descampado de lo que había sido un frigorífico muy grande.”
Como ocurre casi siempre en los casos de homicidios, sólo se registra la versión de quien permanece con vida, en este caso el victimario. Lucas Guaymas dice que “luego de llegar al departamento, bebieron varias cervezas y comenzaron los “jueguitos amorosos”.
“Son doscientos pesos papi, si querés que tengamos sexo”, habría sido la frase que alteró a Guaymas quien le asestó una puñalada y luego la remató a mazazos aplastándole el cráneo.
Pero no todo termina allí. En una macabra maniobra comienza el descuartizamiento de Elizabeth, munido de un cuchillo, maza y cortafierros, según declararía luego en sede policial.
El predio de la Swift vuelve a recibir sangre como en aquellos tiempos de faena, solo que ahora es sangre humana. Los restos de Elizabeth Adaro Davies son esparcidos por el lugar.
Es casi la medianoche cuando los bomberos llegan al lugar alertados por los vecinos de un incendio de pastizales en ese sitio casi baldío. Allí descubrirán los restos Era un siniestro menor, que al ser combatido se convirtió en el caso más impresionante de los últimos tiempos en Río Gallegos. Debajo de las llamas yacían los restos de un ser humano: una pierna, parte de otra y lo que parecía ser dos manos.
Como en un horrendo rompecabezas en la vereda del supermercado “La Anónima”, de la calle Don Bosco, a unos 600 metros del lugar, en una bolsa de consorcio se encontraron los dos brazos y la otra pierna. Y en una especie de encomienda, en el departamento fueron encontradas la cabeza y el torso de la joven.
Se trata del crimen más impactante del momento, porque aún no había sucedido lo de Marcela Chocobar, de quien solo apareció su cráneo mutilado en un descampado del Barrio San Benito.
Lo que sigue tiene un halo de misterio y la sensación de cierre de un caso de un modo vertiginoso. Guaymas corre desesperado casi tres kilómetros que separan a la escena del crimen al Cuartel de Bomberos en la Avenida Lisandro De La Torre al 200.
Un efectivo que regaba la vereda de la dependencia no salía de su sorpresa cuando escucho decir “yo fui el que mató y descuartizó a la mujer de la Swift”.
Con esta confesión no fue necesario demasiada investigación, por más que se afirme de operativos realizados en cuatro cuadras a la redonda del lugar donde aparecieron los restos de Elizabeth.
Llegarían las actuaciones policiales y judiciales y se comenzaba a hablar de un perfil depresivo del joven homicida, mencionándose incluso una tentativa de suicidio advertida a tiempo.
En forma textual el diario “El Patagónico” publicaba el día 16 de octubre de 2008: «Alrededor de las 2.30 de la madrugada de ayer fue hallado el cuerpo sin vida de Lucas Guaymas, el joven de 25 años que se confesó autor del sádico asesinato de una alternadora en esta capital, a la que luego de matar, descuartizó, el pasado 6 de setiembre.
Según informaciones a las que pudo acceder Diario Patagónico, los efectivos de la Seccional Primera descubrieron a Guaymas luego de que su compañero de celda, de apellido Trujillo y sentenciado por un homicidio acaecido en Puerto San Julián, dio el aviso “a los gritos”.
El descuartizador, quien durante la primera noche de detención ya había intentado suicidarse, había aguardado a que el otro interno se durmiera para tomar su frazada y sujetarla fuertemente a los barrotes para después atársela al cuello.
Pese a la rapidez del accionar de los guardias, fueron vanos los intentos de reanimación que habrían efectuado, por lo que nada se pudo hacer por el autor del brutal homicidio de Elizabet Shirley Adaro Davies, una prostituta que el día anterior a su fallecimiento había arribado desde Trelew para trabajar en Las Casitas de tolerancia.
Guaymas, quien por disposición del juez Santiago Lozada había sido trasladado hace una semana a la Seccional Quinta, regresó a la primera comisaría luego de que los internos de la otra dependencia le propinaran una seria paliza.
Según los informantes, esta situación habría terminado de desbordar al descuartizador, quien ante un “manifiesto sentimiento de culpa”, optó por quitarse la vida.
Durante la misma madrugada, el cuerpo de Guaymas fue llevado a la morgue donde, tras lo que fue una primera actuación de médicos de la fuerza, se le practicó la autopsia que determinó un fallecimiento por “asfixia mecánica”.
Más tarde, los restos fueron entregados a su madre, quien había llegado hace varias semanas desde Salta, provincia natal del occiso.
Así concluía la crónica del crimen más resonante de la década anterior, sólo superado en su crueldad por el asesinato de la joven trans Marcela Chocobar. La macabra coincidencia indica que también fue un 6 de septiembre, pero del año 2015 exactamente siete años más tarde del asesinato de la joven chubutense.
Un 14 de Noviembre del 2012 se sanciona la ley 26.791 y se promulga el 11 de Diciembre del mismo año. La misma modifica el artículo 80 del Código Penal Argentino incorporándole la figura del femicidio.
A fines de diciembre de 2018 un grupo de muralistas desarrolló la obra “Cuerpas Ausentes” pintando murales en recordación de las víctimas de violencia de género, femicidio y travesticidio. El que recordaba a Elizabeth Adaro Davis fue realizado en Richieri y Don Bosco, donde fueron hallados sus restos.
Y también hubo un reclamo airado cuando en plena campaña política uno de los sectores intervinientes, en este caso el SER de Claudio Vidal, candidato a gobernador cubrió el mural con pintura para su propaganda proselitista.
La trascendencia de estos hechos violentos tiene una mirada distinta en nuestros días, luego del trabajo de diversas organizaciones involucradas en la búsqueda del respeto por la diversidad e igualdad de género.