Dos artículos publicados por el periodista y escritor Mario Cippitelli muestran realidades no tan lejanas de la zona norte del Neuquén, adonde estuvieron las primeras capitales, la minería y uno de los sitios con más rica historia patagónica.
El escritor y periodista neuquino Mario Cippitelli abordó dos temas poco conocidos del norte de la provincia del Neuquén que no pierden vigencia, porque hablan de reacciones ante el menosprecio o desatención de las autoridades centrales. En uno de ellos, publicado en el periódico La Mañana Neuquén, avanza sobre lo que fue la decisión de tener una moneda propia, apartada de la oficial que regía en la Argentina. En el otro, dado a conocer en el sitio Más Neuquén, sobre la oferta del entonces intendente de Andacollo a su par chileno de que la región pasara a manos trasandinas, ante “el desinterés” de las autoridades argentinas.
La historia de cuando Neuquén tuvo su propia moneda
Con ese título, el artículo publicado en La Mañana Neuquén indica:
El «peso neuquino» se creó en 1890 porque los pobladores del norte rechazaban el argentino. Todos los detalles en esta nota.
La gente no quiere el peso argentino. Trata de sacárselo de encima cuanto antes porque cada vez vale menos, porque no inspira confianza, porque cualquier moneda extranjera le sirve de refugio frente a una economía convulsionada, porque conocen la historia de este país.
Dicen los especialistas que las crisis son cíclicas, que empiezan, terminan y vuelven a florecer siempre con el mismo resultado: una moneda devaluada.
Los más viejos recordarán muchas de las crisis en las que a gente buscaba cualquier cosa de valor antes que el peso argentino, pero hay episodios que quedaron guardados en la historia y que son poco conocidos para la mayoría.
En Neuquén ocurrió uno muy singular cuando el territorio recién daba los primeros pasos y un gobernador, frente a la indiferencia de los pobladores hacia la moneda nacional, decidió crear una local que se llamó el “peso neuquino”. El autor de esta iniciativa fue el gobernador Justo Sócrates Anaya, el segundo mandatario del territorio luego de la gestión de Manuel Olascoaga.
En 2015, publiqué esta desopilante historia en LMNeuquén, pero en tiempos como los que se viven bien vale la pena recordarla.
Anaya había asumido la gobernación de Neuquén en 1890, luego de una extensa y exitosa carrera en el Ejército Argentino. Desde que era un adolescente supo que quería dedicarse a las armas. Por eso no dudó un segundo en dejar sus estudios para enrolarse en el Ejército cuando estalló la guerra de la Triple Alianza. Durante años participó activamente en combates que se libraron en distintos puntos del país hasta lograr el grado de coronel.
Su impecable foja de servicios hizo que el presidente Carlos Pellegrini lo nombrara gobernador del territorio del Neuquén para reemplazar a Manuel Olascoaga.
Anaya siempre se jactaba de ser un tipo expeditivo. Si surgían problemas había que solucionarlos de manera rápida y eficiente. Tenía carácter suficiente para hacerlo. Cuando asumió su mandato como gobernador supo lo difícil que era administrar un territorio tan lejos de Buenos Aires. Todo se hacía difícil y la dependencia era un gran problema.
En aquellas épocas, Chos Malal y todo el norte neuquino tenía un fuerte desarrollo comercial que excedía las fronteras y la proximidad de la República de Chile generaba una fusión de culturas, razas y costumbres inevitable. Pese a las prohibiciones, la moneda chilena era la que más circulaba por el territorio norteño y la que más aceptación tenía entre los comerciantes argentinos. Anaya lo sabía y estaba desesperado por encontrar una solución para evitar que la invasión y la conquista del gobierno trasandino siguiera consolidándose. ¿Pero de qué manera? El “peso fuerte” argentino con el que se pagaban los sueldos en Chos Malal llegaba siempre con demora y la gente protestaba con razón. “¿Para qué nos quieren imponer una moneda que llega tarde y casi no existe?”, era el razonamiento de los lugareños, alimentado con picardía por los chilenos.
Cierto día, en una de esas tantas demoras en la llegada de dinero fresco proveniente de Buenos Aires y ante el malestar creciente de los empleados, a Justo Sócrates Anaya se le ocurrió la idea de dejar de depender del gobierno nacional y comenzar a implementar la moneda propia del norte neuquino. Así fue que instruyó a sus colaboradores para que en la imprenta que había traído Olascoaga comenzaran a imprimirse billetes con el peso local. Se harían en papel romaní y el propio gobernador los firmaría de puño y letra, uno por uno.
La primera remesa de billetes frescos causó tanta sorpresa como resistencia entre los pobladores que preferían seguir comerciando con la moneda chilena o, a lo sumo, con pepitas de oro, una práctica también muy común en aquellas épocas.
“La gente no quiere estos billetes”, le comentó uno de sus colaboradores días después que empezara a circular la nueva moneda. Anaya se enfureció. “¡Hagan correr la voz de que si no los usan serán castigados!”, gritó.
Así fue que con el paso de los meses el comercio del norte neuquino comenzó a convivir con tres monedas bien diferenciadas: los pesos chilenos, los pesos fuertes argentinos y los pesos fuertes neuquinos, además de las clásicas pepitas de oro.
Anaya estaba a sus anchas y ya empezaba a tomarle el gusto a esta nueva forma de administrar, ya que era mucho más fácil de lo que parecía. ¿Falta dinero de Buenos Aires? Se imprime en Neuquén. ¿Falta papel para imprimir? Se le agregan más ceros así los billetes valen más. Rápido y simple.
Entusiasmado por su relativo éxito y mostrando su carácter de militar, el gobernador decidió seguir poniendo orden en el territorio con decisiones fuertes, aunque muchas veces disparatadas. A pedido de un grupo de amigos, abolió impuestos que había aplicado Olascoaga y disolvió la banda del Ejército porque no le gustaba la música que interpretaba y, especialmente, porque los ensayos se hacían a la hora de la siesta.
Como era muy difícil de constatar la ley de marcas de los animales con los oficiales que venían de Buenos Aires, Anaya decidió impulsar una ley de marcas neuquina. Y como si fuera poco, prohibió la caza de animales, especialmente de guanacos y avestruces, y hasta puso fechas obligatorias para que los crianceros salieran y volvieran todos juntos a hacer las veranadas, una manera de “emprolijar” esa costumbre ancestral. No fuera cosa que anduvieran todos desparramados por el campo.
El malestar de la gente del pueblo y de los paisanos fue creciendo de tal manera que finalmente llegó a oídos del gobierno nacional. El presidente Luis Sáenz Peña abrió los ojos asombrado cuando le contaron lo que había ocurrido en el lejano territorio neuquino. Podía llegar a entender lo de la banda del Ejército, lo de la fecha de las veranadas, la prohibición de caza y hasta la ley de marcas, pero ¿moneda propia? ¿Con qué respaldo?
Se desconoce si el presidente le recriminó a Anaya alguna de sus prácticas tan extravagantes como polémicas cuando escuchó todos los informes que le llegaron de aquel rincón de la Patagonia. Sí se sabe que, en 1894, luego de haber cumplido cuatro años de mandato, a Don Justo Sócrates le mandaron un reemplazante.
El intendente que amenazó con vender el norte neuquino a los chilenos
Por su parte, en el sitio Más Neuquén, el periodista y escritor escribió lo siguiente:
“¡Usted es un pedigüeño, Gorgni!…. ¡Como todos los intendentes, un pedigüeño que nunca le alcanza lo que tiene!”, vociferó el gobernador Rodolfo Rosauer ante la mirada helada y furiosa del jefe comunal.
“Si su gente quiere comida o ropa, que se venga al valle a trabajar, que aquí hay trabajo para todo el mundo”, agregó el mandatario con tono severo.
Antonio Manuel Gorgni era un médico rural que se desempeñaba en toda la zona norte de la provincia del Neuquén y que había sido nombrado intendente interventor de la localidad de Andacollo.
En la década del 60, la mayoría de los pueblos norteños estaban olvidados por el poder central, pese a los insistentes reclamos que hacían los administradores. Hacía falta de todo: obras, ayuda social, trabajo, servicios, infraestructura.
Esa visita que realizó Gorgni a la casa de gobierno de Neuquén fue la gota que colmó el vaso. Aunque en parte se la imaginaba, la respuesta del gobernador no era la que esperaba. El intendente necesitaba ayuda urgente de todo tipo porque los problemas y las carencias del pueblo eran una prioridad. Sin ayuda del gobierno, sería imposible solucionar tantos inconvenientes.
Por eso Gorgni no contestó y apenas si masculló una despedida entre los dientes ante la indiferencia del gobernador. Había viajado una decena de veces a la capital y la respuesta era la misma de siempre: “usted es un pedigüeño, como todos los intendentes”.
Cuando esa misma tarde llegó a Andacollo, Gorgni pensó una y mil veces la manera de “conmover” a las autoridades del poder central. Hasta que finalmente la encontró.
En su oficina, tomó la máquina de escribir y comenzó a redactar una carta al alcalde de Andacollo, un pueblo homónimo ubicado en territorio chileno.
En la extensa misiva, el intendente le recordaba las tradiciones y culturas del norte neuquino, todo lo que habían hecho los chilenos para el desarrollo del pueblo y el “desinterés” que tenían las autoridades argentinas en toda la zona.
Por eso, le propuso a su colega una suerte de trabajo en conjunto para tratar de que el gobierno chileno se hiciera cargo de todo el olvidado Departamento Minas. Hacerse cargo no era otra cosa que tratar de comprar el territorio.
La respuesta del funcionario chileno no tardó en llegar. En efecto se le dijo a Gorgni que el gobierno trasandino estaba dispuesto a aceptar la propuesta y para iniciar las acciones ante las respectivas cancillerías y la ONU para que “esta colonia chilena, vuelva a la soberanía de sus antiguos habitantes”.
El intendente neuquino leyó la nota una y otra vez, la guardó en el sobre en la que había llegado y luego de armar un listado de ayudas para Andacollo, volvió a viajar a Neuquén Capital.
Luego de esperar largos minutos en uno de los patios internos de la casa de gobierno, el secretario del gobernador le dio el visto bueno para que ingresara a la audiencia.
“¡Lo estaba extrañando! ¡Espero que no venga a pedir limosnas para la gente del norte!”, fue el sarcasmo del mandatario.
“Quédese tranquilo gobernador. Vengo a dejarle esta carta para que lo lea cuando pueda”, dijo cortante. Acto seguido, Gorgni pegó media vuelta y se retiró sin siquiera un saludo. Un vehículo lo estaba esperando en la puerta para llevarlo nuevamente a Andacollo.
Después del largo viaje, el intendente finalmente llegó a su pueblo y lo primero que vio apenas ingresó a su oficina fue un telegrama furioso del gobernador: “Médico loco. Abandone trámites. El Departamento Minas no se vende. Presentarse urgente Acción Social con vehículo de carga”.
A partir de este episodio las relaciones entre el gobierno y los municipios comenzaron a cambiar. Si era necesaria ayuda se la enviaba urgente; si se reclamaban obras se hacían a la brevedad.
Todo lo que comenzaron a reclamar los municipios fue cumplido en tiempo y forma por el gobierno de la provincia.
No fuera cosa que algún intendente se enojara. Y que alguno -como el doctor Gorgni- y volviera a tentar a los chilenos con extrañas propuestas para cambiar los mapas.»
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