Ella Nigl mira aterrada a su esposo que está a punto de ejecutarla de un balazo en el pecho. Su marido, el comisario Gustavo “La Hiena” Sotuyo, es quien apretará el gatillo del arma apoyada sobre el pezón izquierdo de la joven mujer. Un tiro al corazón, con todo lo simbólico que pueda resultar.
Transcurría el año 1921 y el comisario Sotuyo se encontraba detenido en Río Gallegos, en una habitación del sanatorio del Dr. Julio Ladvocat, hasta adonde había sido trasladado haciéndose pasar por enfermo y ante la amenaza de los huelguistas anarquistas con los que compartía prisión, plan urdido para dejar impunes sus tropelías.
El asesinato de su esposa sería un capítulo más de la serie de crímenes y vejaciones cometidos por este comisario, que había llegado desde Corrientes en el año 1918 y fuera designado subcomisario por el entonces Jefe de Policía del Territorio, Eduardo Cerri.
Los brutales acontecimientos registrados en los últimos meses del año 1921 durante la huelga de la denominada “Patagonia Rebelde”, pondrán al comisario Sotuyo y otros distinguidos integrantes de la sociedad de Puerto Santa Cruz, en el centro de la escena. Allí se mezclarán extorsiones, corrupción, proxenetismo y asesinatos.
El comisario Gustavo Sotuyo había sido testigo de los crímenes cometidos por las tropas del Teniente Coronel Varela cuando se produjeran los fusilamientos de Paso Ibañez, entre otros. Por esta razón comenzó a ver la tajada de beneficios que ello le traería.
Conocidos en Puerto Santa Cruz las ejecuciones de huelguistas y peones rurales, el comisario Gustavo Sotuyo la emprendió contra los comerciantes y empresarios de esa localidad. Al detenerlos, bajo el pretexto de sospecha de colaborar con los anarquistas y no ser fusilados por el comandante Varela, les exigía a todos “una suma para liberarlos”.
Así, sus bolsillos fueron aumentando los ingresos fruto del temor a ser pasados por las armas. Había fijado un esquema de tarifas que iban de los dos mil pesos promedio hasta alcanzar los cinco mil, en casos excepcionales.
Cebado estaba con esta recaudación, aprovechando el momento político y social que allí se vivía. Contaba, no sólo con el acompañamiento, sino la conducción de esta tarea por parte de los hermanos Miguel y Alejandro Sicardi, uno abogado de los ganaderos y presidente de la Liga Patriótica y el otro médico de la Policía y de los prostíbulos de la localidad.
Uno de los crímenes más aberrantes estaba por suceder y esto es relatado con lujo de detalles por Osvaldo Bayer en su Obra “La Patagonia Rebelde – Humillados y Ofendidos”, con una pormenorizada referencia basada en documentos del proceso judicial.
El informe judicial del comisario inspector Marcelo Pierucetti sobre lo ocurrido en Puerto Santa Cruz, durante la represión obrera, dice: “Los presos destinados a la extorsión eran entrenados haciéndoles presenciar todos los martirios infligidos a los demás detenidos, que después de las palizas, extenuados por el dolor y el hambre, proseguían en caravana doliente, como las trágicas procesiones de los cristianos bajo el látigo de los armenios, acarreando pedregullo en latas de querosene desde la playa a la comisaría”.
Estos crímenes del comisario Sotuyo hubieran quedado ocultos si uno de ellos no hubiera sido observado por miembros de la Marina de Guerra. En el proceso respectivo (Expediente 4826, folio 478, Juzgado Letrado, 1921 ) y en la denuncia del capitán de fragata Dalmiro Sáenz (Ministerio del Interior, núm. 442, Letra Reservada —y Exp. 1-B— 24, 1922, Reservado del Ministerio de Marina) se pueden leer todos los detalles.
Luego de la salvaje represión, en Puerto Santa Cruz habían quedado dos miembros de la Federación Obrera: Domingo Islas, español, y el delegado de los albañiles, Miguel Gesenko, ruso. Este último había desarmado al presidente de la Liga Patriótica, doctor Sicardi, durante la manifestación obrera del 1 de mayo del año anterior, provocando un manifiesta inquina hacia el gremialista.
El 8 de diciembre de 1921, cuando Sotuyo logró la captura de los dos obreros mencionados, invitó a la comisaría al doctor Sicardi. Los testigos declararan que oyen decir a Sicardi: “hay que liquidar a los federados” y dirigiéndose al obrero Islas le advierte: “vas a ser fusilado como tu compatriota Francisco Ferrer”.
Sotuyo a Gesenko le dirá: “a vos se te acaba la vida”. Luego al obrero Islas le hacen pegar cincuenta latigazos con el sable”. Islas aguantó 35 y cayó al suelo, donde le pegaron el resto. Luego el sargento Sánchez lo levantó a puntapiés y lo obligó a caminar hasta el calabozo donde lo metieron en la barra.
Durante toda la noche se oyeron ayes (gemidos) y a la madrugada cuando lo fueron a buscar para fusilarlo, notaron que estaba muerto. Llevaron entonces el cadáver de Islas hasta la playa y trajeron también al albañil Gesenko. A éste, amenazado con armas largas, lo obligaron a arrastrar el cadáver hasta el mar. Una vez que Gesenko estaba ya con el agua a la cintura y el cadáver de Islas comenzaba a boyar, los policías, por orden de Sotuyo empezaron a dar gritos de “¡se escapa!, ¡se escapa!”.
Y entre grito y grito lo fueron cazando a Gesenko que trataba de rehuir los balazos mientras se caía y se levantaba en el agua. Ocho balazos de armas largas fueron suficientes para terminar con el ruso anarquista. Devuelto el cuerpo todavía caliente de Gesenko a la playa , el sargento Sánchez lo despenó de un balazo en la nuca.
La mala suerte de Sotuyo fue que toda la escena fue observada con catalejos por el propio comandante del buque “Almirante Brown”, capitán Damiro Saenz. Como primer medida, el marino envía al médico de a bordo, Dr Ramiro Goya, para reconocer los cadáveres.
El comisario Sotuyo, ante este hecho que altera sus planes, le pide al médico de la Marina que le dé un certificado de que Islas ha muerto ahogado. Pero el médico se niega y comprueba que Islas ha sido muerto a palos.
“En su expresión –dirá el parte médico – el cadáver nota gestos de sufrimiento por el pronunciado trismus”. Con respecto a Gesenko comprueba que presenta el clásico tiro de gracia hecho a bocajarro.
Todo esto es informado por el capitán Dalmiro Saenz a sus superiores de Buenos Aires, mediante radiograma. A continuación intenta comunicarse con el gobernador interino de Santa Cruz, Cefaly Pandolfi que no le contesta y transmite entonces estas novedades al teniente coronel Varela.
“Me haré cargo” es la escueta respuesta del comandante de la fuerza represora, que íntimamente sabe que este acontecimiento trastocará los planes y tendrá consecuencias futuras.
Sin demasiadas alternativas ordena la detención de Sotuyo y Sicardi, ordenando su inmediato traslado a Río Gallegos para ser procesados. Las autoridades de entonces buscan despegarse del hecho, arrojando una culpabilidad individual al comisario y por añadidura a sus subordinados.
Es aquí donde comenzará a escribirse otro capítulo de la tenebrosa historia de la Hiena de Puerto Santa Cruz. Añade Bayer que “ el comisario Sotuyo es un hombre vivísimo. Sabe que los intereses creados son muy grandes como para que lo condene así nomás. Y busca un buen aliado, el abogado Corminas, hombre de gran amistad del juez Viñas y reconocido por no arredrarse en defender aún las causas más oscuras.
El botín de las coimas y extorsiones que alcanza a 17 mil pesos está escondido y Sotuyo le ha confiado sólo a su esposa el lugar donde se encuentra. Ella Nigl es una joven alemana de 22 años, que llegó de Berlín y se casó con él en Río Gallegos.
Cuando Sotuyo es detenido, su esposa se desespera, pero él la tranquiliza diciendo que tome contacto con el abogado Corminas para que asuma su defensa. El letrado le advierte que para salvarlo Sotuyo necesita mucho dinero porque va a ser pasado por las armas por el comandante Varela.
La desesperada mujer junta todo el dinero que tiene más el de las coimas y se lo lleva al abogado Corminas, quien al día siguiente se embarca para Buenos Aires y desaparece del escenario.
Temerosa y desesperada, cuando lleva la vianda, la mujer le informa a Sotuyo que le ha entregado al abogado todo el dinero disponible y éste ha abandonado la Patagonia. El comisario maquina un plan infernal.
Le indica a su mujer que al día siguiente al momento de llevarle la vianda tiene que pasarle un revolver porque van a tratar de huir, cosa que obedientemente ella cumple, sin costarle demasiado porque los controles eran prácticamente inexistentes por parte de la custodia.
Cuando llega a la habitación, le entrega el arma a su marido. Este con absoluta tranquilidad la obliga a arrodillarse, le afirma el caño del arma en el pezón izquierdo y dispara. La mujer cae muerta, comprobándose en la autopsia, por la deflagración, que el disparo fue hecho a quemarropa.
En la declaración judicial dirá que su mujer estaba tan deprimida que, sorpresivamente cuando lo fue a visitar sacó un revólver y se suicidó delante de él. Tan poco creíble como las muertes de los dos obreros en Puerto Santa Cruz.
Las autoridades políticas y judiciales no saben cómo sacarse de encima a ese “hierro caliente” que significa la presencia del criminal comisario que antes resultara alguien felicitado y ponderado en su accionar policial.
Un 12 de abril de 1922 lo liberan y ponen a disposición de la justicia federal con sede en los tribunales de Chubut. Allí comenzará a transitar su final el jefe policial. Según la declaración de los pasajeros Eugenio Guridi, José Antonio Aidar y Rodolfo.L. Cabral, el “detenido” comisario se lo pasó bebiendo copiosamente, en el bar del buque “Presidente Mitre” sin que su custodia dijera nada. Ya en copas insultó a los nombrados Aidar y Cabral.
Pero lo que no tuvo en cuenta Sotuyo es que dentro del barco iban unos gallegos anarquistas que decidieron hacer justicia por mano propia, sin esperar la demorada de los estrados federales.
El barco entrando a San Julián y la hora señalada: eran las 8.47 del 7 de junio de 1922. Un oficial de a bordo dirá que vió el cadáver de Sotuyo en el agua con la cabeza, los brazos y las piernas sumergidas, asomando solamente la cintura “ que seguramente lo habrá agarrado la hélice”.
Uno de los testigos, el Dr Rodolfo Cabral, abogado radical de 42 años que no quería complicaciones con los anarquistas dijo que Sotuyo estaba apoyado en la baranda y de pronto, haciendo una flexión se arrojó al mar diciendo “hasta luego”. (Expediente 10.251. Juzgado Letrado, Santa Cruz)».
La historia dirá que el único que pagó sus culpas fue Sotuyo, ya que el abogado Sicardi terminó absuelto al no comprobarse responsabilidad directa en la muerte de los dos anarquistas y los policías que participaron materialmente del hecho recibieron penas de las que fueron liberados después de dos años y tres meses de prisión.
Esa misma San Julián, la que estará presente en la próxima entrega, con la historia de Berta Freytag, más conocida como “La Emperatriz de San Julián”.
PD: Agradecimiento especial al amigo Luis Milton Ibarra Philemón, por suministrarme el capitulo de Humillados y Ofendidos de Osvaldo Bayer.