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Fue macabro: entraron a la tumba y robaron las manos de Perón         

Sergio Sarachu
Por Sergio Sarachu
A 36 años de uno de los hechos más conmocionantes que sacudió al país y al mundo y aun no tiene identificados a los culpables.

A estas horas, en 1987, se descubrió que un grupo de personas ingresó a la bóveda de la Chacarita y además sustrajo el sable y un poema de María Estela Martínez. Qué fue lo que determinó la investigación judicial. Por qué se hizo. Las llamativas muertes posteriores.

El crimen perfecto, que no arrojó ganancias económicas (que se sepa), pero que quedó impune y con una serie de “accidentes” y fallecimientos, cuanto menos sospechosos. Un ingreso muy fácil a lo que se creía extremadamente seguro, con vidrios de siete centímetros, coberturas de hierro, sistema de cierre con tres cerraduras y 12 llaves diferentes. Y algunos indicios dejados en la escena del hecho, para desorientar. Luego, un pedido de rescate millonario y 36 años de empantanamiento, silencio y la verdad que va muriendo junto con sus protagonistas.

En la noche del miércoles 10 de junio un grupo de personas ingresó a la bóveda del cementerio de la Chacarita donde descansaban los restos del expresidente y líder del Movimiento Nacional Justicialista, Juan Domingo Perón. Dos días antes de cumplirse 13 años de su fallecimiento (1 de julio de 1974), un sobrino descubrió el macabro hecho.

 El féretro de Perón estaba depositado en el subsuelo de la bóveda familiar, protegido por un vidrio blindado de siete centímetros de espesor que tenía un marco de acero rectangular,  con  cuatro  cerraduras  que  se  abrían  con  tres  llaves  cada  una. Además,  la  tapa  de  madera  del  féretro  estaba  cubierta  con  una  plancha  de metal.

El cuerpo estaba embalsamado, vestido con un traje oscuro y en el interior del ataúd también se depositó un poema escrito a máquina cuya autora era la última esposa y expresidenta, María Estela Martínez, mientras que sobre la tapa de madera estaba el sable militar y una gorra de general del Ejército argentino.

Con la firma “Hermes Iai y los 13”, el 26 de junio al mediodía llegaron simultáneamente tres cartas al despacho del presidente del PJ, Carlos Grosso, del secretario general de la CGT, Saúl Ubaldini y del senador Vicente Leonides Saadi. Allí se informaba que “Por la presente llevo a su conocimiento que con fecha 10 del corriente mes y año, el grupo al cual represento procedió a retirar o amputar las manos de los restos de quien en vida fuera el Teniente General Juan Domingo Perón”, adjuntaba un pedazo de papel escrito a máquina donde se leía “Te acuerdas Juan, / cuando tomados de la mano / recorríamos el jardín / y vos me arrancabas una flor / como prueba de tu amor (…)” y el pedido de ocho millones de dólares para su devolución.

La prueba irrefutable de la autoría estaba en ese papel amarillento embebido en un olor nauseabundo: era parte del poema personal de Isabel, que sólo ella pudo confirmar desde Madrid.

Mientras los tres dirigentes políticos y gremial se comunicaban secretamente entre ellos y alertaban al gobierno presidido por Raúl Alfonsín del hecho, el sobrino de Perón, Roberto García ingresó a la bóveda el 29 de junio y observó que había una claraboya rota y no estaban sobre el ataúd el sable y la gorra militar. Inmediatamente realizó la denuncia del robo en la Comisaría 29 de la Policía Federal y la investigación judicial recayó en el juez de turno, Jaime Far Suau.

El 1 de julio, tras la recordación oficial en el panteón de los 13 años del fallecimiento del líder del peronismo, el propio juez en persona junto al titular de la comisaría, Carlos Zunino, inspeccionaron la bóveda y encontraron la evidencia que a simple vista mostraba un ingreso por esa claraboya destruída, la rotura del vidrio y el forzamiento hacia adelante del marco de metal que lo aseguraba a la pared. También se notaba la falta del sable y la gorra militar.

Con esta evidencia, comenzó una investigación judicial que hasta estas horas no tiene identificados a los culpables, no se han recuperado las manos y los elementos robados y además tiene demasiados secretos e investigaciones que desaparecieron junto a muertes llenas de dudas.

Esa investigación arrojó al poco tiempo que los autores del macabro hecho habían tenido la llave de ingreso a la bóveda (la claraboya habría sido rota para despistar) y además las doce llaves para abrir el vidrio de siete centímetros, además de las llaves para abrir el féretro. El cajón fue sacado de su lugar, depositado en un estante adonde procedieron a serruchar ambas manos, separarlas del cuerpo embalsamado y retirarlas, para luego cerrar el ataúd y depositarlo en su lugar. En ese movimiento, la gorra cayó a un costado.

Luego, rompieron el vidrio con algún elemento que provocó un agujero de unos quince centímetros de diámetro, doblaron el marco de metal y cerraron todo con los llaveros que poseían.

La primera vista desde el piso de la bóveda hacia el subsuelo a través del vidrio, sólo dejaba ver la falta en la tapa del mismo del sable y la gorra. El detalle de las roturas del blindex y el armazón de metal, además de la profanación del cadáver se descubrieron en la inspección profunda que realizó el juez y el comisario. No obstante, se requirió de la confirmación de María Estela Martínez sobre esa carta que también estaba en el interior del féretro.

La investigación en el lugar adonde estaba el féretro y la reconstrucción de los hechos.

“Las  pericias  demostraron  que  la  tumba había  sido  abierta con  sus  correspondientes  llaves: unas  para  la  cerradura de la bóveda y otras para la puerta o cerramiento de blindex de 9 cm de 170 kilos que protegía el frente del ataúd”, indicó la justicia ante un pedido de informe del Senado de la Nación en octubre de 1990.

El hecho impactó de lleno en la estructura política oficialista, especialmente en Raúl Alfonsín como presidente del país, en el ministro de Interior Antonio Trócoli y en el titular de los servicios de inteligencia (SIDE), Facundo Suárez Lastra. Pero también en la oposición justicialista, básicamente en los tres destinatarios de las cartas con pedido de rescate y recibió un gran despliegue de los grandes medios de comunicación porteños de ese entonces, además de la repercusión periodística internacional.

Además del tratamiento público del tema, paralelo a una investigación judicial que recolectaba testimonios y pruebas, también el hecho fue base para varios libros, en especial “Perón, la otra muerte”, de los periodistas Damián Nabot y David Cox, aparecido en 1997. Allí se indicaba que el robo de las manos de Perón fue ordenado por Licio Gelli, aquel mafioso que pergeñó en Italia la logia masónica fascista Propaganda Due, y que en 1973 había condecorado al expresidente argentino con la más alta distinción nacional: el collar de la Orden del Libertador. El propio Gelli desmintió a uno de los autores dicha participación. Otra obra, de los periodistas Claudio Negrete y Juan Carlos Iglesias, –“La profanación”–  apoyó la teoría del móvil político y del apoyo de los servicios de inteligencia. Aseguraron que los profanadores tuvieron que usar la llave de la bóveda porque la mutilación de las manos de Perón debió hacerse con el ataúd fuera de la bóveda, y descartaron cualquier apoyo del entonces gobierno radical a los profanadores.

Otra de las teorías que se incluyó en la investigación judicial se orientó a la participación de sectores del Ejército, especialmente ante la  misteriosa historia del agente de inteligencia militar Juan Alberto Imbesi que se autoincriminó e involucró a algunos colegas, lo que con el correr de los meses fue descartado.

A los 17 meses del inicio de la investigación, murió en un accidente lleno de sospechas el juez de la causa. El 22 de noviembre de 1988, Far Suau regresaba de Bariloche de visitar a su hijo y a la altura de la localidad bonaerense de Coronel Dorrego, el Ford Sierra en el que iba con su esposa y el pequeño hijo de cuatro años, volcó y se incendió en plena recta. Sólo se salvó el pequeño que años después señalaría su sospecha de que los neumáticos contenían gas y habrían provocado el vuelco y posterior incendio, en el marco de un atentado a la vida del magistrado.

En ese tiempo también el comisario Zunino salvó su vida de milagro cuando en un supuesto atraco en su vivienda recibió un disparo en la cabeza.

A la cadena de muertes dudosas se le suma la del sereno del cementerio de la Chacarita, Luis Paulino Lavagno, que falleció luego de una feroz golpiza, al igual que la mujer María del Carmen Melo, asidua visitante del lugar, confidente de los trabajadores y devota del general Perón.

Tras la misteriosa muerte del juez Far Suau, la causa cayó en manos de su colega y secretario del Juzgado, Alberto Baños, quien reabrió la investigación a partir de la aparición de una copia de las llaves, en 1994. Orientado hacia la “pista militar” coincidía con su antecesor en que los profanadores tenían en su poder las doce llaves del vidrio blindado que cubría el ataúd de Perón, que la mutilación se había hecho con el cajón fuera de su estante y que el cristal había sido roto para sembrar una pista falsa. Los tres cuerpos de su investigación, el juez Baños los tenía en su domicilio particular, ya que en esos días reiteraría un pedido al gobierno nacional para el levantamiento del secreto de lo actuado por los servicios de inteligencia en torno a la profanación de la tumba de Perón. Así lo comunicó en un escrito a la Cámara Nacional  de  Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital  Federal.

El domingo 6 de julio de 2008 un grupo comando entró a la casa del juez, en Adrogué, y se llevó los expedientes y su computadora portátil. Baños denunció el robo ante la Cámara del Crimen como una “operación de inteligencia” y justificó su sospecha con la precisión de un entendido: no le habían robado “ningún elemento de valor tales como equipos de música, instrumentos musicales, alhajas, joyas, relojes ni dinero en efectivo, aun cuando varios de esos bienes se encontraban perfectamente a disposición de los intrusos”.

Ese mismo domingo, un familiar cercano del juez, que lo había acompañado a recorrer la casa violentada, recibió varias llamadas telefónicas en la que una “voz cavernosa”, preguntaba por un tal “Justinio Valentino”. Según consignó Baños, los analistas de inteligencia los que consultó le revelaron que era una alusión a “quien hace justicia y se hace el valiente”.

En 2014 el entonces abogado de María Estela Martínez, Atilio Neira, dijo que la CIA “tiene archivos en condiciones de desclasificar”, sobre el robo de las manos de Perón. Según Neira, la información de la central de inteligencia americana podría echar luz sobre la profanación y sobre la participación de agentes que “pertenecerían a los servicios de inteligencia militar” argentina, una hipótesis que en 1987 también había sostenido el jefe de la SIDE de Alfonsín, Facundo Suárez Lastra.

Neira reveló que David Cox, autor con Damián Nabot del libro «Perón, la otra muerte», ya mencionados, se había puesto en contacto con la CIA y había recibido “una respuesta positiva”, pero se trataba de documentación clasificada y que, para requerir su desclasificación, Cox debía recurrir a los tribunales de Estados Unidos. Neira tomó la posta en Buenos Aires y presentó un escrito al juez Baños para que pidiera, a través de la Cancillería, la desclasificación de esa documentación al parecer vital. Nunca se tuvo una respuesta a ese pedido.

El expediente 54.248 tiene 15 cuerpos y está caratulado como «Perón, Juan Domingo, sobre la profanación de su tumba».

«Si bien no hay nadie imputado, después de tantos años la principal hipótesis es que los autores de la profanación formaban parte de un grupo inorgánico de inteligencia militar que estuvo a cargo de la parte operativa del ataque. Se trata de resabios de la ‘mano de obra desocupada’ de la dictadura. Mucho más difícil resultaría establecer quiénes fueron los instigadores», expresó Neira.

ATE
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Periodista y escritor (autor de las novelas "Arde La Colmena" y "Un hijo de tres madres", además de varios libros de poesía. Neuquén. Editor.
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