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Hace casi cien años el caso de un menor esclavizado conmovió a Patagones, pero el presunto victimario quedó absuelto

Carlos Espinosa
Por Carlos Espinosa
El caso que se conoció como "el cautivo de Urquiola" conmovió a Carmen de Patagones.

Hace más de 90 años, entre fines de 1927 y comienzos de 1928, produjo fuerte conmoción en Carmen de Patagones la denuncia policial y posterior investigación sobre el caso de un menor que habría sido tratado como esclavo en un establecimiento de campo, llegando al extremo de tenertlo  atado con una cadena a un árbol a la intemperie durante varias semanas.

Fue conocido como “el caso Urquiola”, por el apellido del supuesto autor de los maltratos contra el chico de 14 años, huérfano de padre y madre, de quien era su ‘guardador’ por resolución del Patronato de la Infancia de Bahía Blanca.

El suceso trascendió al público a través del periódico La Nueva Era, en una publicación del 24 de diciembre de 1927 con  el sugestivo título de “Ante un hecho insólito todo Patagones se conmueve”, y un copete que señalaba: “Un menor huérfano, de 14 años, se presenta a la policía acusando a su guardador por malos tratos”.

La nota arrancaba con fuertes consideraciones críticas en torno al episodio, adelantando la calificación de los presuntos responsables del hecho criminal. El editor del semanario patagonés expresaba que “de vez en cuando la sociedad ve interrumpida su tranquilidad habitual por la presencia de fenómenos morales que por fortuna no se manifiestan sino en casos aislados y excepcionales”.

La primera publicación del caso.

Tras otras consideraciones  el articulista entraba en la descripción de los hechos, a partir del momento en que la supuesta víctima, identificada como Roberto Rodríguez, llegara a la comisaría de Patagones acompañada por el vecino Andrés Vidart.

Según la crónica el mencionado joven había llegado primero al campo de Vidart, , manifestando que estaba huyendo de los malos tratos a los que era sometido en el establecimiento de Manuel Urquiola, su guardador, ubicado a unas 12 leguas de distancia que acababa de recorrer a pie.

“A su llegada a la comisaría el menor Rodríguez presentaba un estado lastimoso. Su estado físico evidenciaba encontrarse en un grado avanzado de inanición; sujeta al cuello y asegurada por un candado y alambre retorcido del que se usa para atar fardos de pasto, llevaba una larga y gruesa cadena de un peso estimado de 20 kilos y como única ropa que cubría su cuerpecito, ostentaba una sucia camisa hecha girones, un rotoso pantalón y unas alpargatas completamente deshechas” se explicaba, con detalles.

El cuadro descriptivo se completaba de esta forma. “Sobre la cara sumida, donde los hundidos ojos han perdido ya toda vivacidad, y en  cuyo curtido cutis la acción de la intemperie ha dejado huellas inconfundibles, una abundante y larga melena se desparrama en el más descuidado desorden. Ante las personas que lo rodean el menor se muestra huraño y como temeroso guarda un silencio hosco y desconfiado. Se alarma al menor ruido y recién al comprender que se le desea bien y antes las frases afectivas del comisario se resuelve a hablar para narrar toda su triste odisea”.

Los párrafos siguientes de la nota de La Nueva Era estaban dedicados a ese relato, tomado a partir del “hábil interrogatorio” (sic) del comisario a cargo de la instrucción, Héctor Haedo.

En el lugar de cautiverio del chico, con el comisario de Patagones.

De esta forma los lectores se enteraban .de que el muchacho estaba bajo la “guarda” de Urquiola desde cinco años antes (es decir desde sus nueve años de edad) y que en ese lapso habría sufrido permanentes malos tratos tanto por parte del hombre, como de su esposa  Esperanza Márquez. Tomando la voz de la propia víctima, aunque en un tono discursivo poco creíble,  el cronista afirmaba cosas como estas. “Se me decía que yo era malo. Me privaron de los alimentos indispensables y con frecuencia pasaba días enteros sin que me dieran un solo bocado de pan”.

Se decía también que el día 26 de agosto (de ese año 1927) el menor había escapado para buscar refugio en el campo de don Bonifacio Gazzo, que le brindó amable cobijo durante algunos días hasta que Urquiola se hiciera presente y, haciendo valer su condición de guardador, lo obligara a volver a su destino anterior.

En este punto la historia adquiría su mayor dramatismo, siempre a estar de los dichos del joven Rodríguez en la versión de La Nueva Era, porque una vez de regreso en su campo Urquiola le habría dicho “ahora no te escaparás otra vez”, mientras lo sujetaba con una cadena y un candado, atados a un chañar ubicado a unos cien metros de la casa, totalmente al aire libre.

Desde ese momento, que el menor pudo precisar como el día 28 de agosto, su calvario fue mayúsculo, soportando fríos y lluvias apenas guarecido en una estrecha cueva que con sus propias manos pudo cavar al pie del árbol, y pésimamente alimentado con una sola ración diaria de sobras de puchero. Según su propio relato recién casi cuatro meses después el chico juntó fuerzas para desgarrar las ramas del chañar y soltar la cadena de su atadura, lo que le permitió huir a campo traviesa, en la oscuridad de la noche y con la pesada rastra de eslabones todavía sujetada en su cuerpo.

De esta manera el menor Roberto Rodríguez pudo llegar a lo de Vidart, quien lo alimentó y después de un breve descanso lo acompaño a la dependencia policial de Patagones, para presentar la denuncia.

El cautivo de Urquiola, en la reconstrucción policial.

El extenso artículo de La Nueva Era añadía que una comisión policial se había trasladado hasta el lugar de los presuntos malos tratos, comprobando la existencia del chañar y en sus alrededores la presencia de restos de arpilleras. Detallaba también la detención de Manuel Urquiola, poniéndolo a disposición del juez del Crimen Angel Torrent, con despacho en Bahía Blanca.

Con respecto al estado físico del joven indicaba que, según  datos proporcionados extraoficialmente por el médico policial Atilio J. Otero, en su cuerpo presentaba “signos evidentes de los malos tratos recibidos y de los crudos castigos que se le infligían”, precisando que “su cuello está llagado a causa del roce de la cadena y en la espalda tiene una larga herida en período de cicatrización”.

 Todo esto ocurría en diciembre de 1927 y naturalmente no había en Carmen de Patagones y  Viedma ninguna otra forma de transmisión instantánea de las noticias que no fuera el boca a boca. Pero el sistema funcionaba muy bien y, según consta en la crónica de La Nueva Era que tomamos como referencia, en la tarde del mismo día en que el joven Rodríguez llegara a la comisaría para denunciar su penosa odisea un grupo numeroso de vecinos se reunió en las puertas de la sede policial, interesándose por conocer detalles.

Puntualizaba el periodista que “pero así como es curioso el público demostró también su altruismo, haciendo pequeñas donaciones en efectivo al menor, que al día jueves había logrado recolectar alrededor de 500 pesos”.

Más hacia el final la nota informaba que el menor Rodríguez se había higienizado y cortado el pelo y se lo había provisto de vestimenta nueva–“un sencillo trajecito, una camisa color rosado y alpargatas blancas”- como para que su aparición en público no fuese lastimosa.

De todas formas, probablemente antes de ser adecentado en su aspecto, el chico fue llevado al campo de Urquiola, acompañado por el comisario Haedo y algunos de sus subordinados y un fotógrafo de la zona, con el propósito de tomar varias imágenes que lo mostraban rotoso, desaliñado y con la gruesa cadena de su cautiverio entre las manos. Estas fotos aparecieron en medios de comunicación de Bahía Blanca (no se las registran en La Nueva Era) y también circularon de mano en mano, entre la población patagonesa, ávida de detalles morbosos sobre la historia.

Como ya se dijo el “caso Urquiola” se instaló en la gente a fines de diciembre de 1927 y fue obligado motivo de comentarios en ámbitos públicos y privados. Fue el semanario La Nueva Era, a través de su editor responsable el único medio que presentara los hechos con graves acusaciones contra el guardador del chico, aunque sin más fundamento que los dichos del menor y del vecino Vidart que lo acogió en su campo y después lo trasladó hasta Carmen de Patagones.

 El anónimo redactor (se puede presumir que era Mateucci) decía que “no puede admitirse bajo ningún sentido que una criatura sea tratada en la forma que describe el menor Rodríguez”,  y adelantándose a la interpretación psicológica de la cuestión agregaba: “si sus instintos eran malos, si tenía en su ‘yo’ una incorregible perversidad, Urquiola debió haber tomado las disposiciones necesarias para entregarlo, pero nunca imponerle los severos correctivos a que hacemos mención y que llegan a los límites de la tortura”.

Pasaron algunas semanas de ese tórrido verano y el 28 de enero de 1928 el periódico vuelve a ocuparse del asunto. Informa que el juez de feria, Ángel Torrent, ha dispuesto la prisión preventiva de Urquiola, que la carátula del expediente es “detención ilegal y lesiones leves”, que como defensor del acusado fue designado el joven abogado Roberto Isnardi, “que goza de sólidos prestigios en el foro de Bahía Blanca”;  y que el mencionado letrado deja de lado la hipótesis de alegar que su defendido tiene las facultades mentales alteradas, como recurso para librarlo de una eventual condena.

En este ‘suelto’ periodístico La Nueva Era ya no dispara con munición gruesa contra el presunto responsable de eventuales tormentos contra el menor Rodríguez. Esta suavización en el trato de la noticia y de su principal protagonista irá en aumento, con el correr de  los días, y llegará a su punto máximo el 24 de marzo de ese mismo año de 1928 cuando el título de un recuadro sostiene “Final de un sonado proceso, sobreseimiento del señor Urquiola”.

El sábado posterior, 31 de marzo, La Nueva Era le dedica una página entera a una solicitada –pedida por el propio Urquiola- donde él mismo aparece haciendo algunas consideraciones (seguramente escritas en su nombre por el defensor Pascual Blasco Estelrich, que había tomado finalmente el caso);  y después se transcribe en forma completa el fallo del juez Domingo Grecco, presidente de la Cámara de Apelaciones de Bahía Blanca, con el sobreseimiento absoluto del inculpado.

Esta resolución  absolutoria tenía fecha del 7 de febrero de 1928, es decir que en apenas cinco semanas –feria judicial incluida- la justicia había echado luz sobre el caso, descartando la gravedad de las injurias que presuntamente se habían cometido contra el joven Roberto Rodríguez.

La noticia del sobreseimiento e inmediata libertad del imputado Urquiola cayó como tremendo baldazo de agua fría sobre la comunidad de Patagones y Viedma sensibilizada por el caso. Pero el mismo semanario que había primereado con la denuncia trataba de desligarse de la gravedad de las acusaciones finalmente rebatidas por la justicia.

Una nota publicada -como siempre sin firma- en La Nueva Era en los primeros días de abril de 1928 sostiene que “El resultado de este asunto viene a demostrar que no ha revestido en ningún momento la magnificencia que la fantasía popular bordó a su alrededor, desde los primeros momentos. Nosotros censuramos el hecho en si, pero nunca nos solidarizamos en forma completa con la opinión de la mayoría que, fácil al impresionismo, creyó ver un gran delito y un mayor delincuente, en lo que no era más que un castigo –severamente exagerado, tal vez-  contra un menor de conducta incorregible. Los hechos han venido a demostrar ampliamente esta afirmación”.

Veamos. ¿La “magnificencia” bordada por la “fantasía popular” no había sido quizás estimulada, en la primera nota de LNE sobre el suceso, con aquellos párrafos dedicados al análisis de la conducta del presunto responsable de los malos tratos donde se mencionaba “tipos morbosos que presentan los síntomas degenerativos de la especie”? ¿Acaso el periodista se olvidaba de la calificación de “crueles torturas” asignada a los daños sufridos por el menor Roberto Rodríguez, en aquella misma publicación? ¿Tampoco recordaba que, en aquella crónica del mes de diciembre de 1927, tejía la hipótesis de “la absoluta ignorancia” y la “total incapacidad mental que no ha permitido al autor (Urquiola) distinguir los límites de la corrección a que tenía derecho con el delito mismo ” (en referencia a las supuestas inconductas del chico que tenía bajo su guarda), pero concluía que ningún atenuante “no alcanza ni puede alcanzar para eximirlo de un castigo que puede servir de ejemplo vigorizante para que no se repitan estos dolorosos hechos”?

No, sin dudas que La Nueva Era, más bien su editor responsable, había asumido rápidamente una actitud meridianamente opuesta a la de su primera publicación. Ya de nada servían los dichos de la propia víctima (supuesta víctima, por efecto de la exageración popular, a esa altura de los acontecimientos) que, surgidos de “hábil interrogatorio” del comisario Haedo,  dieran contenido a un macabro relato de malos tratos y tortura.

En definitiva: Urquiola ya no era culpable de nada y todo lo que había dicho sobre los vejámenes contra el chico eran puramente resultado de la imaginación exagerada de la gente.

Una semana después, como para dejar absolutamente zanjado el episodio y hechas las paces con el ganadero antes denunciado por actos salvajes y desquiciados, LNE le otorgó una página entera al caso, en forma de solicitada, con el amplio título de “Se hace luz sobre un sonado proceso”, donde el propio acusado brindaba sus explicaciones y se reproducía el lamentable fallo judicial.

El texto firmado por Urquiola (tal vez redactado por su hábil abogado defensor, Pascual Blasco Esterlich) contiene párrafos  como el siguiente.

“Tuve la desgraciada ocurrencia de condolerme de un menor que saqué del asilo. Quise elevarlo de nivel igualándolo a nosotros (a él y su familia); pero sus perversidades ingénitas pudieron más que mis sanos sentimientos y el chico bueno que yo me imaginaba formar resultó de la más inconcebible maldad”.

Bien suelto de cuerpo seguía diciendo.

“Yo no conozco leyes, ni tengo más conocimiento que el de mi trabajo, y las primeras fugas del menor me parecieron de grave responsabilidad. Así fue que mientras hacía trámites para devolverlo al asilo (menciona que se los había encargado a su representante comercial en Bahía Blanca), resolví atarlo en forma segura, pero no en la forma cruel que se me atribuyó”.

El dictamen judicial fundamenta el sobreseimiento ya aludido, sobre la base del extenso escrito interpuesto por el defensor Blasco Esterlich. El letrado arrancaba calificando la denuncia de los malos tratos y vejámenes sufridos por Rodríguez como una “una versión (que) propalada con la vertiginosidad del rayo fue debidamente aumentada y corregida por la fantasía popular”. Añadía que durante la realización del sumario “la policía, fácil también al impresionismo, sugestionada tal vez por la misma fantasía que tenía sugestionado al pueblo, perdió la serenidad que debiera guiar todos sus actos para que cumpliera con imparcialidad y eficiencia sus funciones”.

En este punto  el defensor de Urquiola planteaba su objeción formal al procedimiento de inspección ocular en el sitio de los hechos investigados, donde se tomó la foto que ilustra esta nota que muestra al comisario Haedo junto a la presunta víctima, al lado del chañar donde el chico habría estado encadenado. Del mismo modo Blasco Esterlich censuraba la estigmatización “con el sello de la cárcel, de un vecino  dedicado por completo al trabajo, que honra y ennoblece.”

El alegato del defensor tiene un nudo importante en el párrafo donde se admite que Urquiola le pegó al menor Rodríguez, justificándolo como el castigo apropiado por un presunto abuso sexual contra una niña de corta edad, hija del ganadero.

“El castigo infligido por Urquiola a Rodríguez es la natura reacción de un padre que ve a su hija casi víctima de un atentado al honor  por un chico que muestra sus instintos de bestia en sus tiernos 14 años” puntualiza primero, y agrega que la conducta del menor es propia de “degenerados de la naturaleza, hijos del pecado o de nadie, (que) llevan en su sangre bastarda el pecado mismo que los echó al mundo y pretenden contaminar con su precoz lujuria la inocencia de cuantos lo rodean”.

En ese mismo sentido el abogado ponía en duda el dictamen de un médico que, tras examinar al chico, había opinado que “es de sanos sentimientos, de buenas costumbres y de instintos educados”; porque para trazar ese tipo de diagnóstico no alcanza “con las demostraciones de candor durante una visita médica”.

De resultas de todas estas argumentaciones el “buen vecino” Urquiola no había hecho más que “cumplir con su deber de padre y jefe de familia”, al imponerle castigos “sólo leves” al “degenerado Roberto Rodriguez”.

El menor era, según el análisis del abogado defensor (de hecho compartido por la Justicia) un exponente claro de ejemplares humanos que “ausentes de conciencia, de mentalidad, de raciocinio, no conocen el agradecimiento que deben a quienes los sacaron del asilo, de la nada. Su psiquis es enfermiza, abúlica. Para ellos no hay más fin que satisfacer sus criminales apetitos de sensualidad, y a ese objeto no se detienen a pensar en el crimen que pudieran cometer”.

La grosera diatriba de Blasco Esterlich contra el menor se completaba diciendo que “afortunadamente a Rodríguez faltóle oportunidad porque llegó a ser descubierto antes de cometer el delito y de a ahí su castigo”.

Solamente le restaba agregar que Urquiola debía ser condecorado como adalid de la justicia (por mano propia y dudoso criterio)  y que la comunidad de Patagones tenía la obligación de rendirle homenaje imponiendo su nombre a un paseo público destinado a la infancia.

Por supuesto que para entonces el ganadero ya había recuperado su libertad, sin perjuicio de su buen nombre y honor. En tanto el joven Rodríguez volvería al asilo del Patronato de Menores de Bahía Blanca, de donde salió al cumplir los 18 años.

Don José Fulgencio Goyenola, recordado vecino de Patagones, le dijo a este cronista –durante una charla en el año 2010- que “el chico entró a trabajar en un bar de Bahía Blanca como mozo y una vez le contó su historia a una persona de acá, y le mostró la cicatriz en el cuello que le había dejado la cadena”.

Como ya se ha dicho el caso quedó en la memoria de la gente. Don Francisco ‘Coro’ Ferría, querido ex ferroviario que falleció cerca de los 100 años, lo recordaba también y se refería al hecho con un versito popular –“Segurola, segurola,como lo de Urquiola” en irónica referencia al vuelco imprevisible que había dado la investigación inicial.

¿Hubo una pésima actuación sumarial de la policía, que condujo a la construcción de un relato alejado de la realidad?; ¿Tal vez la esclavitud del chico fue verdadera, pero hubo presiones sobre la justicia bahiense para dar por ciertas las argumentaciones de la defensa?

Estas preguntas no pueden responderse casi cien años después.

En el campo argentino, en aquellos tiempos, un peoncito huérfano sacado del asilo para ser “protegido” por su patrón siempre era culpable –sin juicio ni análisis de su caso-porque su mayor culpa era la de ser pobre y no tener familia. Las cadenas que ataban a Roberto Rodríguez a un chañar eran las que imponía una sociedad conservadora, injusta y excluyente, en la que los que ricos siempre tenían razón. Aquella era “la Argentina poderosa, que teníamos hace un siglo”, la que algún falso profeta con atributos presidenciales pone siempre como ejemplo ideal para el futuro.

ATE
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Periodista, recopilador de historias de la Patagonia. Vive en Carmen de Patagones.
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