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La útima misión de Guillermo «Piano» Dellepianne

Mario Novack
Por Mario Novack
Era un día negro, pese a la mañana soleada. En pocos instantes “Piano” advirtió que le estaban disparando desde los dos buques ingleses. No hubo tiempo para el shock de la pérdida de sus camaradas, ni de pensar en el riesgo de la misión. Con la mente en el blanco se centró en su plan de ataque.

La boca reseca, el corazón galopando en su pecho, las sienes que laten, la mirada dirigida a Río Gallegos y las manos aferradas a los cuernos de mando de su avión de combate. Todo eso en una reducida fracción de tiempo es lo que recuerda el alférez Guillermo Dellepianne, a quien sus compañeros y amigos desde siempre llamaron “Piano”.

Había sido un día negro para el escuadrón de la Fuerza Argentina que con ocho aeronaves atacó a la flota británica en Malvinas.

Un 12 de mayo de 1982 despega desde la Base Aérea de Río Gallegos una formación de ocho aviones A- 4B Skyhawk cuya misión es atacar a dos embarcaciones de la Armada Británica.

El plan diseñado era que cuatro aviones vuelen delante abriendo camino, mientras que los cuatro restantes avanzarían a escasa distancia, para rematar la acción de los primeros. Con el alma en vilo, cinco minutos antes de llegar al blanco escucharon que los cuatro aviones que iban al frente iniciaban el ataque.

Nada se veía en el horizonte, pero de inmediato “Piano” intuyó que a sus compañeros no les había ido nada bien. En dos minutos supieron  que tres aviones habían sido alcanzados por la artillería antiaérea enemiga y se desplomaron entre hongos de fuego y estampidos de agua, mientras que el cuarto aparato emprendía el regreso por las suyas.

Era un día negro, pese a la mañana soleada. En pocos instantes “Piano” advirtió que le estaban disparando desde los dos buques ingleses. No hubo tiempo para el shock de la pérdida de sus camaradas, ni de pensar en el riesgo de la misión. Con la mente en el blanco se centró en su plan de ataque.

Contuvo el aliento verificando velocidad y altura y en el momento exacto en que pasaba por por encima de uno de los buques, mientras recibía y eludía disparos de todo tipo, apretó el botón y soltó una bomba de mil libras.

Las bombas impactaron en el destructor y le abrieron agujeros horribles y profundos. Quedó fuera de servicio, pero eso “Piano” lo supo mucho después, porque en ese instante solo procuraba salir del infierno de metralla y misiles, a toda la velocidad posible.

Cuando una escuadrilla dispara los aviones se dispersan y cada uno regresa como puede. Piano se sintió solo unos minutos. De pronto divisó la aeronave de su jefe y en silencio emprendieron el retorno a una distancia de unos doscientos metros uno de otro, con el infierno atrás y el continente delante.

Pero de repente un misil surgido de la niebla pulverizó al avión de su jefe, dando una vuelta de campana y perdiéndose para siempre en las heladas aguas del Atlántico Sur. Pino vio todo y aceleró a toda potencia buscando el continente.

En su descenso araba el mar mientras pensaba que ahora solo dependía de sí, ya no estaba la protección de su líder y ángel guardián. Voló un largo rato así, hasta que – estando seguro que no lo seguían – llamó al Hércules C-130 para reaprovisionarse de combustible, esa maniobra en la que muchos fallaban y era esencial para tener autonomía de vuelo.

Cuando llegó a Río Gallegos le esperaba una amarga misión, de esas de las que nadie quiere encargarse. Era muy duro entrar a la habitación de un compañero muerto, juntar su ropa, hacer su valija y dejarla en el hall del hotel donde pernoctaba el Escuadrón para que la Fuerza la retire.

Piano había cumplido además un designio de su padre, también integrante de la Fuerza que había muerto, un 5 de diciembre de 1980, cuando un ala completa del Edificio Cóndor se desplomó cobrando la vida de 17 personas y dejando a decenas de personas con lesiones de variada gravedad.

Los mecánicos y auxiliares siempre despedían a los pilotos de combate con banderas y aclamaciones, y el cortejo de regreso de la Base que, con éxito o sin éxito, con muertos o sin ellos hacían en un Jeep o en una camioneta F-100, cantando canciones contra los ingleses.

No tenían la menor idea de cómo iba la guerra. Cuando los trasladaron desde Río Gallegos a San Julián sufrieron cierta tristeza, ocuparon una hostería y anduvieron en esa pequeña ciudad que en  esas horas vivía en un estado de alerta total.

Y fue precisamente un nublado domingo 13 de junio en que recibieron la orden de partir nuevamente hacia Malvinas. Las condiciones del avión conspiraron con la partida de Piano. Hubo una rotura de un caño hidráulico y hubo que optar por otro A-4B.

Pero el alférez  Dellepianne no quería quedarse en San Julián y pese a no poder despegar junto a sus compañeros pidió permiso al jefe de la segunda escuadrilla para formar parte de la misión. Con el visto bueno jerárquico se aprovisionó de combustible con el Hercules C-130 y puso rumbo a las islas.

Piano no pensó cuando le comentaron que los ingleses ya estaban desembarcados y la lucha era cuerpo a cuerpo. Quería cumplir la misión. El cielo estaba infestado de aviones ingleses lo cual tornaba más difícil el objetivo.

Precisamente ese objetivo estaba la zona del Cerro Dos Hermanas donde se había montado un enorme campamento enemigo.

Allí estaba el vivac del jefe de las fuerzas operativas británicas, Jeremy Moore. Era casi marchar a una trampa mortal, donde lo más atinado era pegar la vuelta, pero los pilotos tomaron la decisión de continuar.

Los A-4B iban a 800 kilómetros por hora y a 200 metros uno de otro. Temían que una fragata misilística les cortara el paso. Iban sin armamento para enfrentar a un buque, ya que sus explosivos eran para objetivos terrestres, con espoletas.

Pronto fueron detectados por los radares británicos y los Harriers partieron a cazarlos. Piano voló rasante y descargó sobre el campamento enemigo las tres bombas de 250 kilos, sintiendo que le tiraban con todo el armamento a mano, incluso con armas cortas.

Era un festival de fuegos artificiales. Los pilotos se desprendieron de sus tanques de reserva y porta misiles e iniciaron su regreso hacia el norte, cada uno eligiendo su rumbo. Piano se escurría entre piruetas y acrobacias, hasta que sintió impactos en el fuselaje de su máquina.

A la altura del Monte Dos Hermanas se topó con un Sea King y le disparó dos veces. Salieron los disparos impactando las aspas del helicóptero. Lo dejó fuera de combate, pero su cañón ya no funcionaba.

Eludió con maestría el ataque del segundo Sea King y tuvo tiempo de alertar al jefe de la escuadrilla de los ataques con misiles.

Pero de pronto se dio cuenta que se quedaba sin combustible, ya que los disparos habían perforado los tanques del avión.

Esas dudas entre eyectarse sobre las islas o marchar al continente con el mínimo combustible, lo llevaron a tomar la decisión de ponerse en frecuencia con el Hércules y pedirle que lo aprovisione.

Dos efectivos ese día desobedecieron órdenes e hicieron caso omiso de las instrucciones de mando. El piloto de “La Chancha”, el Hércules C-130 y un oficial de San Julián que partió en helicóptero mar adentro a buscar al alférez Dellepianne.

Piano escuchó “vamos a buscarte” y se esperanzó, pero el indicador de combustible le quitaba el optimismo. Necesitaba el doble de lo que tenía para llegar. Sacaba cuentas y cuentas en medio de la desesperación.

“Dale pendejo que ya llegás” escuchaba que le decían, mientras él rogaba y seguía sacando cuentas. El último vistazo le indicó una capacidad de vuelo de dos minutos. “Comida para los peces” pensó.

Le venían imágenes de su padre, aquel muerto en el absurdo desplome del Edificio Cóndor. “No me abandones viejo”, decía Piano y en esos ruegos se encontraba cuando divisó la figura del Hércules con su combustible salvador.

Hubo maniobra maestra para ponerse en posición y llegar a la recarga.  El corazón había bajado sus pulsaciones, latía con calma y alegría. La misma con la que fue recibido en San Julián ese día, el penúltimo de la guerra.

Festejaron hasta tarde y Piano cuando se despertó se enteró que Puerto Argentino había caído y la guerra terminado. Gracias a una licencia providencial a los dos días ya estaba en Buenos Aires.

La ciudad permanecía hundida entre la ira y la depresión, pero además en la indiferencia. Le dieron la Medalla al Valor en Combate y permaneció dentro de la Fuerza haciendo una carrera silenciosa y llena de capacitaciones.

El destino lo llevo en el año 2010 como Agregado Militar en el Reino Unido. Allí fue recibido con respeto y admiración por parte de sus adversarios en la guerra del 82. Incluso tuvo la posibilidad de conversar telefónicamente con el piloto del Helicóptero Sea King que derribara en San Carlos. “Me alegré de no haberlo matado”, dijo Piano.

Fue una de las tantas enseñanzas que tuvo este piloto de la Fuerza Aérea Argentina. Más allá del rótulo de “héroes”, los que combatieron fueron hombres con sus valores y temores, con sus flaquezas y arrojos.

De aquel joven veinteañero combatiendo al extremo queda su esencia  de arrojo y valor. El tiempo se llevó cabellos y entregó kilos a quien también fue Director de la Escuela de Guerra de la Fuerza Aérea Argentina.

ATE
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Periodista, investigador histórico y escritor con una larga trayectoria en los medios de comunicación de Río Gallegos, Santa Cruz. Actualmente conduce un programa de radio en FM UNPA, compartida con LU 14 Radio Provincia de Santa Cruz y AM 740 Radio Municipal de Puerto Deseado y publica sus investigaciones históricas en el diario Nuevo Día. Es de su autoría una Cantata de las Huelgas Patagónicas y letras de canciones. Vive en Río Gallegos
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