La pólvora en el aire y el cuerpo, la violencia, la muerte masiva, el robo de plata, mercaderías y personas está también en el ADN de la Patagonia. ¿Cuándo comenzó a moldearse esa raíz? Es difícil indicar la primera vez, pero sí están claras estas formas de vida y conquista desde antes de la llegada de los españoles y también después.
Los pueblos originarios, sin las actuales fronteras, también disputaron espacios, bienes y poder a través de enfrentamientos o negociaciones luego de mostrar un poderío bélico. Sus hábitos nómades obedecieron en muchas circunstancias a estos corrimientos en el territorio cediendo poder o ante la presencia violenta de otros pueblos. La historia del mundo se ha escrito con guerras y sangre.
La avanzada española y luego criolla desde Buenos Aires hacia el sur tuvo un ritmo sangriento de ataques, defensas y contraataques por parte de quienes conquistaban y por parte de quienes defendían sus posesiones. La pólvora en el aire y el cuerpo creció desde el este del país, desde la ambición porteña y la estableció como forma de diálogo de una sola voz.
Por eso no es llamativo que la violencia, las armas, el robo y la muerte sean las formas de convivencia o de lucha que se dieron en nuestra Patagonia desde hace 400 años.
Las muestras están a la vista en Fernando de Magallanes y su desembarco cerca de San Julián, en Santa Cruz, en el trazado a pezuñas de vacas del “Camino de los Chilenos”, en la llamada Conquista del Desierto, en los fusilamientos de obreros rurales y hasta en el asesinato del maestro Carlos Fuentealba en medio de una manifestación en plena ruta 22, por nombrar sólo una mínima parte.
El comienzo del siglo XX en las provincias del norte de la Patagonia, especialmente en Neuquén, Río Negro y La Pampa, algunas actividades comerciales fueron la miel para el bandolerismo, los crímenes y la exposición de esta forma de vida a través de la violencia. En el resto de la Patagonia también, claro, pero en este caso vamos a centrarnos en actividades comerciales que tuvieron que agregar (como en la actualidad) ese peligro de muerte a la oferta y demanda, a la venta y ganancia económica.
En este artículo sólo vamos a mostrar algunos hechos que impactaron en aquellas poblaciones de principios del siglo pasado, a los que se pueden agregar otros menores o que no tuvieron la crueldad que se vio en ellos.
La muerte, descuartizamiento y hasta canibalismo practicado a un centenar de comerciantes ambulantes de origen árabe entre Río Negro y Neuquén no tiene precedentes en la Argentina. Llegaban esos inmigrantes hasta los comercios de ramos generales de sus compatriotas ubicados en el Alto Valle (especialmente en Fisque Menuco-General Roca) y desde allí partían con sus carros llenos de mercadería a recorrer las zonas del norte y sur del río Limay, entre ambas provincias. Entre 1905 y 1910 la matanza se registró en el paraje Lagunitas, ubicado en el vértice sudoeste de la Provincia de Río Negro, en el Departamento 9 de Julio. La pequeña aldea se levanta al norte de las localidades de Maquinchao y Los Menucos, en las proximidades de Lanza Niyeo a unos 175 kilómetros al sudoeste de El Cuy y casi el doble de General Roca. Un total de “45 bandoleros y 8 mujeres fueron trasladados al Fuerte de General Roca donde llegaron el 24 de enero de 1910, luego de cabalgar sin pausa 22 días”, detalla en su libro “Partidas Sin Regreso de Árabes en la Patagonia”, el escritor Elías Chucair.
En ese artículo se detallan los hechos de los que fueron partícipes “Pedro Vila, Ramón Zañico, Bernardino Aburto, Julian y Temisto Muñoz, Juan Cuya, Hilario Castro y Antonia Gueche, más conocida como Macagua.”
Allí, la mujer “reclamaba que le entregaran de las víctimas el corazón, hígado y los riñones. Con ellos hacía remedios para curar distintos males. Cuando el comisario Torino arrestó a los integrantes de la banda de forajidos, no pudo trasladar a Antonia Gueche, alias Macagua, hasta el Fuerte de General Roca. Tampoco obtuvo ninguna declaración indagatoria. Con casi ochenta años permanecía postrada, enferma de tuberculosis terminal. Sólo pudo secuestrar de su toldo numerosos corazones disecados y otros órganos de humanos.”
Otro de los hechos de crueldad cometidos contra comerciantes en aquellos primeros años del siglo pasado en nuestra región es el que tuvo lugar en la Estancia Chacabuco, un lugar de comunicación entre Neuquén y Río Negro por el río Limay, denominado Paso Flores. Allí, el escenario fue el almacén de Ramos Generales de Fortunato Creide y la crónica que compartimos pertenece al periodista Mario Novack:
El miércoles 14 de marzo de 1928 los integrantes de la familia Creide y otros amigos y vecinos, compartían un asado, cuando se produce la llegada de tres desconocidos con intenciones de compra de algunos elementos en el almacén.
“Fortunato refunfuñó, pero comerciante al fin, no se quería perder una venta. Había llegado el día anterior de Buenos Aires donde vendió un importante cargamento de lana, un rubro de los denominados frutos del país.”
“Ya vuelvo, no se coman todo”, dijo bromeando el “turco” mientras se dirigía al boliche buscando una escalera para llegar a las alturas de las estanterías y despachar lo que le habían solicitado los recién llegados. Un hombre joven de mirada torva y acento chileno, es quien parece liderar al grupo. Su nombre era Roberto Foster Rojas, llegado hasta allí para cometer un delito, después de fracasar lo planeado en San Carlos de Bariloche.
“Se cagó lo del Banco Nación”, le había dicho alterado Foster Rojas a su secuaz Atanasio Puchi, quien de inmediato responde “¿qué pasó? ¿por qué?. “El weón que se había comprometido a facilitarnos el auto se echó pa tras, así que tampoco podemos hacer lo del Hotel Capraro”
“Y ahora”, pregunta Nicolás Román, el tercer integrante de la banda. Los tres tienen semejanzas: un pasado difícil de violencia y privaciones, el gusto por el dinero fácil y su lugar de procedencia, cruzando la frontera han llegado desde su Chile natal.
“Tengo el dato de un tal Seguel, vecino de un almacén en Estancia Chacabuco, dicen que el dueño mueve mucha plata en estos días, así que eso puede ser un trabajo fácil«, dice Foster Rojas, sin inmutarse.
Emprenden su marcha de a caballo rumbo al objetivo elegido. “El Seguel me ha dicho que será fácil, llegar y alzarnos con la plata», vuelve a repetir Foster Rojas. En eso piensa el maleante cuando ve llegar a Fortunato al último escalón para despachar lo que han pedido sus clientes.
Entonces dispara, hiriendo mortalmente a Fortunato que se desploma con su escalera. Alertado por los disparos un hermano del almacenero muerto intenta ofrecer resistencia, pero corre la misma suerte, abatido por los disparos de un Winchester de Foster Rojas.
La sed de sangre del grupo de delincuentes se lleva la vida de José María Marín, un cliente que se encontraba en el lugar equivocado en el momento menos indicado Sin haber podido violentar la caja fuerte, los tres malhechores se retiraron del lugar resignándose a un magro botín: tanta violencia, tanto salvajismo, para 60 pesos, un reloj con cadena de oro en su base, un caballo, algunas armas del negocio y los muertos, ropas y unas ochocientas balas.”
Los hechos de sangre continuaron poco después con el asalto a otro comercio en cercanías de Esquel, propiedad de un tal Florentino Latorre. Allí, tampoco tienen reparos en asesinar al dueño del lugar y a un peón, ambos a sangre fría, para luego llevarse todo lo de valor que encontraron.
Estos hechos traídos a esta época, luego de unos cien años, muestran sólo una pequeña parte de cómo el ADN de la Patagonia tiene un perfil de pólvora y muerte desde sus inicios. Víctimas y victimarios han moldeado nuestra historia que también tiene ejemplos de convivencia y de respeto a la vida, pero que no alcanzan a cubrir ese doloroso rostro que tiene la memoria cuando se puede desempolvar la historia, cuando se aplaca el conflicto, cuando la verdad se asoma desde el mar, en la meseta, en la cordillera y también conforma la postal de nuestra Patagonia.