En la novela “El lector” del alemán Bernhard Schling se puede leer –casi en el final- una reflexión muy interesante –en boca del personaje principal de la historia-: “Los estratos de nuestra vida reposan tan juntos los unos sobre los otros que en lo actual siempre advertimos la presencia de lo antigüo, y no como algo desechado y acabado, sino presente y vívido”. También acota algo más, que esto a veces “me parece casi insoportable”.
Quizás muchos desconozcan a este autor, pero el libro, que se vincula al nazismo, al holocausto, a los dilemas morales planteados luego de la postguerra –el juzgamiento de los culpables, la complicidad de la sociedad con los crímenes nazis y en este sentido la mirada crítica de los jóvenes sobre la actuación de sus padres-, tuvo muy buena repercusión.
Sobre estas temáticas de fondo, la historia pasa por dos protagonistas, Michael Berg y Hanna Schmitz, en tres etapas, primero cuando el joven Berg de unos 15 años conoce a una mujer de unos 20 años mayor, y se entabla entre ellos una relación fundamentalmente sexual. En el marco de esa relación Hanna le pide a Muchael que le lea libros –de allí el nombre de la novela-, aunque él no sospechó que ella era analfabeta.
Ella después desaparece misteriosamente –de su casa y de su trabajo (vendía boletos en el tranvía)-. En la segunda parte de la novela, seis años después, Michael es estudiante de leyes y al concurrir a uno de los juicios sobre responsables del régimen nazi, redescubre a Hanna, quien se encuentra nada menos que en el banquillo de las acusadas. Había servido como guardia de la SS en un campo de concentración y la acusan de ser responsable que mujeres judías murieran en el incendio de una iglesia que había sido bombardeada durante la evacuación de ese lugar de exterminio.
Durante el juicio se va a dar cuenta recién, como adelanté, que Hanna era analfabeta, cuestión que la mujer ocultó durante su relación y que seguía ocultando. Si Hanna confesaba su analfabetismo, su responsabilidad hubiera resultado menor en los hechos que se juzgaban, pero prefiere quedar como única culpable a confesar ese déficit. Atraviesa ese conflicto de saber algo que la podía ayudar si lo revela, en un marco de sentimientos donde chocan el pasado de la relación personal y fuertemente sexual con Hanna –cuya intensidad no pudo repetir con otra mujer-, con la repulsión contra alguien que aparentemente fue protagonista de los crímenes nazis, fue parte de la maquinaria de asesinatos masivos de judíos.
Michael calla el secreto y Hanna es condenada a perpetua. En la tercera etapa del libro, Berg decide grabar la lectura de libros en cassette y enviárselos a Hanna a la cárcel. Con el tiempo ella le regresa pequeños mensajes, revelando que en la cárcel ha aprendido a leer y escribir. Tras 18 años, Hanna va a ser liberada. Michael decide ayudarla –por pedido de la directora de la cárcel-, buscarle un alquiler, un trabajo, la va a ver, pero el día antes de dejar la cárcel, Hanna se suicida. El libro es más rico que este breve resumen, si bien no es una novela extensa. Se hizo una película tan o más buena que el libro; una versión inglesa donde un actor alemán, David Kross, interpreta al joven Michael, y la conocidísima Kate Winslet actúa a Hanna.
La frase citada al principio de este artículo, constituye una acertada reflexión final del personaje –Michael- a su historia con Hanna. Pero también una justa apreciación sobre lo que constituye el pasado, los recuerdos de lo vivido. Tanto en el plano personal como histórico. Michael sabe que el pasado no queda atrás, no se puede dejar atrás. Siempre estará “presente y vívido”, aunque resulte a veces “insoportable”.
Michael decide escribir su historia con Hanna, como un mecanismo para liberarse un poco de su peso, precisamente para que sea “más soportable”. Lo dice al cierre de novela, aunque reconociendo que así y todo no podrá librarse de esos recuerdos con Hanna.
Esto me recuerda a una frase Agatón que cita Aristóteles en el libro “Ética a Nicómaco: “Sólo de esto hasta Dios se ve privado: de hacer que no se haya producido lo que ha ocurrido ya”. Y si, fácticamente, lo que ocurrió, ocurrió. Aristóteles subrayaba con esa frase que la elección, el principio de toda acción del hombre, necesariamente tiene que ver con el futuro, porque “ninguna cosa que haya ocurrido antes puede ser objeto de elección”.
Lo que ocurrió, ocurrió, pero qué se hace con esa carga, sobre todo cuando se trata no de hechos menores, sino significativos. En “El lector” está la carga de la historia con Hanna en el plano personal, pero también se toca la ‘carga’ de los crímenes del nazismo en la sociedad alemana después del fin del régimen y de la guerra.
Hechos tan tremendos como el holocausto en Europa o como en nuestro país fue el Terrorismo de Estado durante la dictadura, indudablemente no quedan ni pueden quedar en el pasado. Tal como Berg decía que los estratos de su vida se acumulan y permanecen presentes y vívidos, no es que se desechan; en la historia también los hechos del pasado siguen marcando el presente y de allí que no sea una cuestión menor ‘ocuparse del pasado’.
En nuestro país, la política de memoria, verdad y justicia tuvo idas y venidas desde la recuperación democrática, pero un gran impulso en los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, sobre todo con la derogación de las leyes de punto final y obediencia debida y con hacer carne en la administración todas las acciones requeridas por las organizaciones de derechos humanos, especialmente las Madres y Abuelas. Un camino acertado para revertir las secuelas de la dictadura y que la democracia pueda desarrollarse sobre bases sólidas.
Desde diciembre del 2015 hasta diciembre del 2019 con el gobierno de Cambiemos, hoy Juntos por el Cambio, atravesamos en cambio un gran retroceso.
Como señaló en esos años Estela de Carlotto, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, esa administración de la alianza entre el PRO, la UCR y la CC/ARI intentó “tirar por la borda todo lo que se consiguió”. Ejemplificó con “la actitud del Gobierno con los derechos humanos de ofendernos con la duda del número (de desaparecidos) o que sacamos chicos de la galera”. No han cambiado, dirigentes y trolls de ese espacio, continúan con su prédica, días atrás Mauricio Macri dijo defender “los derechos humanos del siglo XXI” que, en su opinión, no los mismos “que yo llamé ‘el curro’ de vivir y seguir viviendo después de más de 40 años” de la última dictadura militar.
Luego insistió: “Le digo ‘curro’ a todos los que usufructuaron los derechos humanos en beneficio personal”. Le respondió con justeza el ministro del Interior, Eduardo Wado De Pedro: “Me da pena que se valore tan poco en Argentina algo que se valora mucho a nivel mundial (…) “A los que tuvimos que padecer esa historia, mezclarnos con la palabra ‘curro’ es algo triste para la historia del país”. Cuestionó el funcionario en sus redes sociales la nueva provocación del ex presidente. “No veo el ‘curro’ de que te maten a tus viejos o los secuestren frente a tus ojos, que siendo un bebé te entreguen a otra familia para que te críe con una identidad falsa. No sé cuál sería el “curro” de que asesinen o desaparezcan a tus hijos. O el ‘curro’ de pasarte más de 40 años buscando a tus nietos”, reflexionó.
Berg en “El lector” alcanzó una sentencia historicista certera con su experiencia personal: sólo con justicia la carga del pasado no será “insoportable”. En ese libro, el joven cuenta también que para su generación los juicios sobre los crímenes de guerra cometidos durante el nazismo no constituían un hecho menor, sino que esa revisión del pasado a través de la justicia la veían como necesaria para construir una nueva sociedad democrática en Alemania. . Y que esa revisión implicaba conocer la verdad y castigar a los responsables de los crímenes. Lo dice claramente: “Queríamos abrir las ventanas, que entrase el aire, que el viento levantara por fin el polvo que la sociedad había dejado acumularse sobre los horrores del pasado. Nuestra misión era crear un ambiente en el que se pudiera respirar y ver con claridad… Teníamos claro que hacían falta condenas”.
Aquí también, a esa convicción de seguir con los juicios a los responsables del Terrorismo de Estado, de avanzar en este sentido en las complicidades civiles (algo en general, salvos algunas excepciones, todavía pendiente, por ejemplo, Carlos Pedro Blaquier caba de morir sin llegar a sentarse en el banquillo de los acusados por los secuestros ocurridos en plena dictadura en la zona de influencia del ingenio Ledesma, provincia de Jujuy), de no permitir que las condenas alcanzadas sean ‘aliviadas’ con destinos domiciliarios, hay que sumarle la lucha para frenar a los voceros mediáticos, económicos y políticos (que los une el mismo sustratum ideológico y de política económica que rigió en los años de la dictadura cívico-militar, reeditado con el gobierno de Cambiemos/Juntos por el Cambio) que no en forma casual quiere dejar en letra muerta la política de memoria, verdad y justicia, y aún más reeditar mecanismos de represión social propios de gobiernos más cercanos a los dictatoriales que a los democráticos. (APP)