A comienzos de la década del 40, en Nazca y, tal vez, Del Carril, había una panadería, La Buenos Aires. Cada vez que mi abuela iba a comprar el pan con mi mamá de la mano, un empleado polaco, que apenas se hacía entender en español, le regalaba a mi madre una factura a escondidas del patrón.
Antes de vivir en Pedro Morán y Nazca, la familia alquilaba una casa sobre la calle Habana. En la misma vereda, una mínima señora polaca atendía su mínimo quiosco. La conversación con mi abuela incluía siempre la misma pregunta: ¿Usted conoce Polonia, donde murió tanta gente?
Mi abuela nunca conoció Polonia, pero sus nietas, mis hermanas, fueron al único colegio polaco de Buenos Aires, el Maximiliano Kolbe. Maximiliano murió de hambre en Auschwitz. Eligió ese destino voluntariamente, para liberar del castigo al sargento Francisco Gajowniczek, también polaco y padre de varios hijos.
Polonia fue semifinalista en el mundial del 74 con un equipazo del que apenas puedo recordar al flaco Deyna y al pelado Lato. Los enfrentamos despues acá, en el 78. Kempes salvó con la mano un gol sobre la línea; el penal lo pateó Deyna, si mal no recuerdo, y lo atajó el Pato Fillol, de eso estoy seguro.
Antes y después de eso, Independiente tuvo un crack, el polaco Semenewicz, y el mundo un papa, Karol Wojtila, que de joven supo ser arquero, también, aunque no sé si atajó penales.
Hace unos años encontré mis boletines del secundario: francamente decepcionantes. Hubiese jurado que fui mejor estudiante. De los poquitos 10 que coseché recuerdo con claridad solamente este: Historia de primer año, Egipto.
Para variar, yo no había estudiado nada pero providencialmente recordaba con detalle todo lo que en séptimo grado el maestro Forbes nos había enseñado sobre las crecientes del Nilo. La severa profesora que me tomó lección aquella tarde era judía polaca, bella y rubia, tenía un lunar en el medio de la frente y un número tatuado en el antebrazo.
Mucho tiempo después, en San Martín de los Andes fui amigo de Abraham Bystrowicz, el Bystro, judío polaco, también él, y comunista. Dueño de un humor particular, el Bystro nos amargó unas fiestas muriendo cerca del fin de año. Yo estaba en Escobar y le escribí, inundado de pena, dos poemas. Hace apenas unas semanas encontré esos papeles pero no importa eso. El caso es que en aquel duelo yo lo soñé al Bystro, más que presente.
En mi sueño, él me revelaba lo que yo ya sabía: para evocar al amigo basta una rosa roja sobre el piano. Nada nuevo, digamos, la gran Pugliese. Lo original, lo irrepetible, fue que verdaderamente yo estuve con mi amigo soñado y muerto, ausente pero palpable. Él, silencioso, vino a visitarme, y yo, que no creo en nada trascendente, lo recibí sonriente. Varias décadas después lo recuerdo, y vuelve, como el Nilo y sus crecientes.
En la casa de mi madre, que fue antes la casa de mi abuela, hay un piano, sobre el piano hubo una rosa. Yo la dejé allí. La flor se fue deshojando, lentamente, como estas palabras por Polonia, donde murió tanta gente.