La “kalfucurá” es la mítica piedra azul que le daba apellido al cacique Juan Kalfucurá, aquel bravo lonko mapuche que se proclamaba como el “Dios de las pampas” y supo ser el Jefe Supremo del Gobierno de las Salinas Grandes durante más de treinta años, capitaneando unos seis mil guerreros de lanza, con acuerdos de paz y mutua colaboración con el gobierno del Brigadier General Juan Manuel de Rosas.
Se dice que Kalfucurá tuvo entre sus tesoros más preciados una piedra azul, que lo acompañaba siempre en sus andanzas.
La seguridad de los poderes mágicos del célebre trozo de mineral se confirmaría, según fuentes de la historiografía académica tanto como en los relatos de memoriosos recopiladores, porque Kalfucurá tuvo una muerte pacífica a la avanzada edad de 83 años, por causas de un prolongado deterioro físico, después de galopar miles de leguas y encabezar sangrientos combates y malones contra grandes poblaciones (como Azul, Bahía Blanca y Tres Arroyos); lo que le permitió cimentar su poderío político y comercial, y también mantener el dominio de las salinas , que fue un recurso económico muy importante hacia mediados del siglo XIX.
El ensayista Guillermo David y el historiador Felipe Pigna, componentes de la comisión Piedra Azul que procura la reivindicación de la figura de Kalfucurá y promueve la restitución de su calavera, profanada de su tumba en territorio de la actual provincia de La Pampa y enviada después al museo de La Plata, coinciden también al considerar con respeto las creencias en torno al poder que la piedra azul le proporcionó al célebre jefe indio.
Es muy probable que la piedra de Kalfucurá se conserve todavía en manos de su familia descendiente.
La piedra azul es un mineral llamado “lapislázuli” (su nombre europeo proviene del latín y del árabe) y en la bibliografía sobre meditación y antiguos saberes orientales se menciona que “ayuda a liberar rápidamente el estrés, aportando una paz profunda, posee una enorme serenidad y trae la clave de la realización espiritual, que es una piedra protectora que contacta con los espíritus guardianes, reconoce el ataque, lo bloquea y lo devuelve a su origen”.
Por estas propiedades el “lapizlázuli”, nuestra “kalfucurá”, se emplea en la joyería tradicional mapuche, así como también en la europea, para la confección de colgantes y pectorales, que le brindan protección espiritual a quienes los llevan sobre sus cuerpos.
Este particular mineral se puede hallar en canteras ubicadas en distintos puntos del mundo, y en la Patagonia es posible encontrarlo en diferentes sitios, de un lado y del otro de la cordillera de los Andes.
La otra piedra, llamada científicamente “bezoar”, se genera en el estómago de algunos animales mamíferos como el venado y el guanaco, por la acumulación de sustancias que no han podido ser digeridas, como por ejemplo pelos, madera y minerales. Su presencia en el intestino no produce enfermedades y se la encuentra cuando el animal es cazado y muerto para el aprovechamiento de su carne y cuero, como lo hacían habitualmente los mapuches y tehuelches. El objeto tiene una consistencia blanda y gomosa que, después de extraída y en contacto con el aire, se endurece como piedra.
El poder del “bezoar”, conocido en nuestra región como “luankurá” o “piedra del guanaco”, está asociado con la creencia de que la ingesta del polvo extraído de su limadura puede ayudar a facilitar la digestión de los humanos. Pero, más aún, desde hace muchos siglos en la cultura de los mundos europeos y asiáticos se ha dado por cierto que sirve como antídoto para algunos venenos y, precisamente, su antigua denominación viene de la palabra persa “pâdzahr” que significa “contraveneno”.
Se sabe que el poder imperial estuvo siempre amenazado por intrigas y disputas, y que el envenenamiento fue una de las formas habituales de la eliminación de emperadores y reyes. La posesión de una piedra de este tipo, en el botiquín de la corte, era una especie de garantía para el jefe supremo. Hay numerosas referencias bibliográficas, desde el siglo XVI hasta nuestros días, donde el “bezoar” es mencionado en este sentido.
Aquí, en la Patagonia, el escritor Ramón Minieri, de Río Colorado, escribió tiempo atrás un poema titulado precisamente “Historia del bezoar”
Y dice el poeta: “Al son urgente del ansioso corazón del venado, bajo la tensa tienda del diafragma en el vientre del venado, en el secreto jardín de pétalos sedosos rojos y azules de las entrañas, donde aletea como un viento momentáneo la sangre del venado, sin embargo crece la gema imperturbable, el bezoar…”
El misterio de la “piedra del guanaco”, amasada durante años en la íntima convicción de que algún día será descubierta por el humano, se proyecta en las costumbres ancestrales de los pueblos originarios dela Patagonia y también aparece en citas de historiadores contemporáneos, como Adrián Moyano, quien en su reciente obra “Por su valentía se llaman tigres” describe a los bezares (deformación castiza del término árabe original) como una de las mercaderías de intercambio comercial de los mapuches con los invasores españoles del siglo XVI. Se entiende que aquellos eximios cazadores de guanacos acumularían las piedras intestinas en cantidad superior a la necesaria para el uso medicinal en sus comunidades y negociaban el excedente ante el interés de los extranjeros europeos, naturalmente conocedores de sus presuntas propiedades digestivas.
En este punto es interesante anotar que hasta fines del siglo XIX los boticarios europeos vendían el polvo de “bezoar” con precio muy alto y que ante la extinción del venado o cervatillo nativo de sus tierras, por efecto del avance de los pueblos sobre los campos, se recurría a la importación desde América.
Hasta aquí la descripción de estas dos piedras poderosas y extrañas, una mansamente mineral y la otra de inquietante origen animal.
Este cronista patagónico muchas veces leyó acerca de ellas, pero nunca imaginó que podría tenerlas en sus propias manos, ni que las encontraría en posesión de un poblador rural, que entiende la importancia de sus poderes pero no hace alarde, asumiendo el rol de custodio del inmenso saber popular que las piedras contienen.
Por eso aquí viene el relato.
La tarde transcurría serena y mateada, en camino hacia la noche libre del sur. Diversos temas iban saliendo al trote lento, en la cocina de este buen amigo y pariente (lo primero es lo primero, porque a los amigos se los elije, ya se sabe) quien como anfitrión orgulloso lucía sobre la mesa algunas de las joyas de su colección de pilchas criollas: un pretal y un rebenque realizados hace un siglo por el hábil soguero Florencio Crespo, una chalina tejida con lana de guanaco y mucho amor por su madre, doña Anita; y junto a otras curiosidades un botellón de porcelana inglesa que los colonos galensos ponían entre las sábanas para calentarse los pies.
Entre un mate y otro surgió la pregunta: ¿viste alguna vez una piedra azul?, y el dueño de la casa sonrió con auténtica satisfacción, mientras indicaba la parte alta de una vitrina, donde algunas copas de vidrio de antiguo uso acompañaban la serena presencia del mágico mineral. “Sacala, ponela acá a la luz para verla bien”, sugirió tranquilamente, como ignorando el asombro y el respeto que la kalfucurá causaban en este visitante.
La piedra azul regaló un estallido celeste que iluminó la habitación, como un rayo de aviso, como si se hubiese frotado una lámpara maravillosa para provocar la liberación del mago oculto, que en este caso era todo su contenido de tradición maravillosa. “Me la trajo un amigo desde Santa Cruz, hace muchos años, está siempre allí como vigilando la casa” comentó, siempre sonriendo, pero sin estridencias, modestamente.
Después dijo que sí. Que piensa que la kalfucurá tiene que haberle ayudado en algunos de los momentos más duros de su vida, cuando tuvo que luchar con abogado y juez para defender sus derechos, cuando en un entrevero una bala que iba directo hacia su corazón atinó a quedarse en el antebrazo izquierdo, cuando un golpe de presión lo tumbó un par de semanas en el hospital… “Sí, creo que la piedra azul te da una fuerza especial, por eso la tengo siempre allí”.
El momento y la sorpresa siguientes fueron disparados por otra curiosidad de este forastero. ¿Y de la piedra del guanaco, qué sabés? Allí sí, lanzó una cortita pero sonora carcajada, como si hubiese esperado ese momento.
Se levantó y fue él, directamente, hacia la puerta de abajo de la misma vitrina, donde buscó entre unas cajas y extrajo, ahora triunfal, la piedra amarronada, surcada por grietas y ligeramente descascarada en uno de sus extremos. “Acá la tenés, esta es la piedra del guanaco que tantos buscan para curarse de los intestinos y los riñones” explicó, con tranquilo conocimiento.
Contó que “a veces a la mañana, en ayunas, trago un poco del polvillo que le voy sacando con un rallador, o lo tomo con un té. Me ayuda a desintoxicar el cuerpo, a sacar toda la porquería. La vez pasada, en una herboristería de la ciudad, entré para comprar unas hojas secas de ñancolawuén y la chica me ofreció ralladura de piedra de guanaco. No gracias, no necesito, si yo tengo en mi casa una que me va a durar para toda la vida que me queda, le dije” y se volvió a reír, con ganas.
La noche fue llevando al final del encuentro. Junto a la pava y el mate, sobre la mesa protagonista de tantas charlas y partidas de truco, las dos piedras eran testigos del afecto de la gente. Las dos piedras que asombraron mis miradas y me confirmaron que los caminos del saber popular son anchos y verdaderos, las dos estaban allí, sin preguntar. Sólo ofrecían respuestas. Afuera el cielo regalaba un telón de infinitos resplandores. Estuve un rato meditando, protegido por las estrellas y una incipiente luna. Decidí escribir estos apuntes, pero resguardando la identidad del dueño de casa y el lugar en donde vive. Por respeto a su persona y a las piedras singulares de la Patagonia profunda y mágica. Por discreción, porque desde la historia de los pueblos originarios nos llega su legado mágico y asumo el compromiso con su divulgación sin caer en tonos costumbristas.