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Río abajo, con la madera y la vida domando el lomo del agua

Sergio Sarachu
Por Sergio Sarachu
Entre la cordillera y los valles, cientos de kilómetros sobre la corriente del río para trasportar mercadería. El rescate histórico a través del arte y la investigación.

Los ríos de nuestra Patagonia, con las lluvias de estos días o con el deshielo de primavera, cambian profundamente su estatura, el serpenteo por los valles, la amplitud de su abrazo aguas abajo. En muchos casos, trasponerlos requería de ellos: los balseros que de una orilla a la otra trasportaban, comunicaban, en un ida y vuelta imprescindible. Y estaban quienes debían usar esa ruta, río abajo, para transportar su mercadería.

Los balseros en nuestra Patagonia casi han desaparecido, sólo quedan Beto Ávila y José Jara en Paso Huitrín (Neuquén), en Villa Llanquín (Río Negro) y alguna otra. Pero recorriendo los ríos, los parajes y las comunidades del sur argentino encontramos los desafíos de utilizar esa corriente de agua que en dirección de la cordillera hacia los valles para el trasporte, en especial de madera u otros productos. El río como ruta, como medio y también como amenaza de accidentes.

Una cosa era el sistema de balsa para unir ambas orillas de un río y otra muy distinta, navegar los ríos aguas abajo en construcciones flotadoras construidas para la oportunidad, para el trasporte –por ejemplo- de grandes troncos y rollizos, entre la cordillera y alguna ciudad importante. Un sistema de jangadas que requirió de hábiles constructores y además, baqueanos conocedores del trajinar del agua por las distintas geografías de ese camino.

Una de las historias de balseros que más emociona en el rastreo histórico es la que salía en la zona de Pilo Lil, en Aluminé y llegaba hasta la ciudad capital neuquina, cuando el río Limay no tenía represas y sólo pedía extrema experticia para domar su lomo líquido.

“Río abajo: Balseros de Pilo Lil”

En agosto del año pasado, pudimos disfrutar en San Martín de los Andes de una obra artística donde confluyeron la literatura, la danza y la música, puestas al servicio del rescate histórico-artístico de los hombres que bajaban desde las alturas del río Aluminé hasta la ciudad de Neuquén, en sus balsas o jangadas. La obra se llama “Río abajo: Balseros de Pilo Lil” y fue elaborada por el poeta y docente Rafael Urretabizkaya junto a la música de Israel Prieto y la danza de las compañías Aurora y Barro, del Ciart N° 5, con coreografías de Yanina Prieto.

“Desde el invierno de 1938 y durante casi 10 años, los balseros del Pilo Lil trasladan por el río Aluminé, rollizos y sus sueños de una vida mejor, desde la cordillera hasta Neuquén. Esta es la historia de quienes tomaban ese oficio con coraje, por necesidad, y sobre todo “porque hay amores”. Parte de la historia de nuestro territorio y de Marquitos, un chico que las ve pasar mientras pastorea sus animales y sueña con ese viaje. Para dónde irá la vida, tanto la veo pasar, tanto he buscado las chivas que a mí me quiero buscar”, afirmaba el resumen de lo que fue la presentación.

¿Cómo lo hacían? “Armaban unas balsas de troncos de 10 metros por 6 metros, que bajaban con los bueyes y ataban con tientos. En agosto hacían la bajada por el río, porque era cuando había más caudal de agua y se podían bajar esas balsas enormes. Eran superhéroes: muchos murieron, otros salieron heridos, había que conocer mucho el río, el frío, las tormentas y el hambre”, cuenta Yanina.

La necesidad y las ganas de progresar los hacían persistir en la tarea, realizando todo el recorrido desde Pilo Lil hasta Neuquén, para trasladar la madera a los aserraderos y que luego se transformen en casas. La obra cuenta sus proezas, sus aventuras en el río y su fuerza para seguir adelante.

El poeta vivió en Pilo Lil mucho tiempo, trabajando como docente, y se trajo muchas historias en la mochila. Por otro lado, el papá de Israel Prieto y el abuelo de Yanina Prieto, que eran hermanos, fueron balseros y sus familias guardaron desde entonces todas sus anécdotas. “Quisimos traer algo de esa historia, rescatarlo y traducirlo a lo que nosotros hacemos”, dice Yanina, haciendo referencia a la danza, la poesía  y la música.

De izquierda a derecha: Román Alfaro Romualdo Alfaro Roberto Muñoz Joaquín Prieto Lucho Muñoz (Foto: Más Neuquén)

“Esta historia me conmueve porque toca una profundidad que tiene que ver con mis abuelos, pero también estar con Rafael e Israel es muy importante para mí, porque les tengo mucha admiración. Ver cómo todo lo que íbamos diciendo, Rafa lo transformaba en poesía, y escribía cosas maravillosas, me asombraba. Después venía Isra a mostrarnos la música que iba armando para acompañar y me deslumbraba. Es pura felicidad estar acompañada de gente tan talentosa, y un desafío para estar a la altura”, explicó Yanina en aquella presentación, al sitio Realidad Sanmartinense.

Por su parte, Israel Prieto sostuvo que al componer la música y trabajar sobre los textos del poeta “me llevó a recordar las charlas con mi viejo. Él fue uno de los balseros que llevaban los troncos a Neuquén y me quedaron muchas historias y recuerdos al respecto. Para mí, esta obra tiene mucho valor sentimental e histórico, porque es un trabajo que se hacía en la provincia, que no se conoce mucho; poder poner en valor algo que fue propio de los primeros pobladores de la provincia, un trabajo muy arriesgado, en el que muchos se ahogaban. La tarea se prohibió luego de un accidente muy fuerte en el que murieron cuatro personas. Espero que se puedan arrimar y vivenciar una parte de la historia de nuestra región”.

BALSEROS
Rafael Urretabizkaya, Yanina Prieto e Israel Prieto, autores de la obra presentada en San Martín de los Andes.

“El trabajo de los balseros comenzaba cuando, de arreo y por el río Quillén, que es un río de cordillera bastante impetuoso, se bajaban los rollizos de lenga, raulí y a veces de araucaria, hasta la costa del río Aluminé, donde en un acanchadero, como le llamaban, ataban de a 10 troncos para formar una balsa, con un capitán y tres pilotos, para luego llegar a Neuquén. Se bajaba de julio a septiembre, cuando el río está más alto. El capitán tenía que conocer mucho los remolinos de agua, era muy peligroso”, cuenta Rafael, sobre la historia que inspiró esta obra.

“Cuando trabajaba en Pilo Lil tuve un gran amigo, llamado Marcos Parra, que me contó la historia en un contexto maravilloso, en el que él era chiquito y veía pasar las balsas. Era lo máximo a lo que podía aspirar un ser humano, esa gabardina, el pañuelo bordado. Lo mejor que podía pasar era ser balsero. La última balsa, la que tuvo el accidente, quedó varada en un lugar llamado Remolino de Toro, donde vivía la familia de Marcos. Ellos consiguieron un permiso especial para llevarla a Neuquén y es ahí que, como faltaba un tripulante, Marquitos dejó de ser él y se convirtió en Marcos, el último balsero, cumpliendo su sueño”, narra el escritor.

Galopando por el río

En su obra “Galopando con los peñi – Gnetuen Cahuel com ni Peñihuen”, el escritor e historiador Ángel Fontanazza, tiene un capítulo especial sobre esta tradición anual de llevar los troncos sobre el lomo de los ríos para llevar con la mercadería a la ciudad capital del Neuquén.

En esa parte del libro relata que “está la contada que desarmando un rancho viejo en Pilo Lil, encontraron entre sus paredes de adobes, escondida, una botella de aceite llena de pepitas de oro. ¡Que linda sorpresa! Recuerdo el relato de antiguos pobladores de esa región, que comentaban que talaban en las laderas de los cerros, maderas, y trasladaban los rollizos hasta la orilla del río con bueyes. Una vez en el lugar, hacían balsas, bajaban otras también de la zona del lago Quillén con rollizos de Raulí y tardaban un mes hasta llegar a la confluencia con el Aluminé. Éstas estaban atadas con cables hechos de alambres retorcidos y sobre las mismas colocaban todas las provisiones: charqui, algunos animales chicos vivos y las pilchas y se largaban río abajo por el Aluminé. El objetivo era llegar con las jangadas o balsas de madera a Neuquén, vender las mismas en los aserraderos y regresar con los vicios comprados nuevamente a sus hogares. Don Román Alfaro Zaide, nacido en la zona del Pilo Lil en el año 1916, me contaba detalles del viaje y realmente era admirable el arrojo y la valentía de aquellos hombres, que en el lomo de una balsa de rollizos pudieran dejarse llevar por el río, en ese destino incierto que cada día era coronado por un nuevo desafío. Don Román, con su memoria prodigiosa, me comentaba que armar las balsas y acomodar los rollizos era una tarea complicada, para que pudieran durar toda la travesía sin desarmarse.

Don Miguel Moscoso y Don Juan Gil eran los encargados de armarlas, eran muy baqueanos. Las balsas estaban formadas por tres capas de rollizos, cada capa iba cruzada, en sentido contrario una encima de otra amarradas con alambres de acero y cables trenzados. Por los costados llevaban un bichero de cada lado, el “Bichero” era un rollizo bien seco y grande y servía para ayudar a la balsa cuando se atascaban en donde el río estaba bajo. Cuando la balsa quedaba varada, se aflojaban los cables que ataban los bicheros y éstos eran arrastrados por el agua y tiraban para zafar de las varaduras.

Por balsa iban cinco personas, dos por cada lado y cada uno con remos de cinco metros de largo cada vara, en los extremos tenían una paleta y por medio de un “Telecom” de madera y un agujero donde trabajaba el Telecom se sujetaban a un rollizo, este rollizo solía tener varios agujeros donde según las circunstancias se desplazaba hacia delante o hacia atrás el remo. Sobre las balsas colocaban un par de chapas y sobre ellas se hacía fuego para mitigar el frío del invierno y el quinto tripulante de la balsa se encargaba de cocinar, preparar algunos mates y remplazar algún remero cuando era necesario.

El objetivo era llegar con las Jangadas o balsas de madera a Neuquén, vender las mismas en los aserraderos y regresar con los vicios comprados nuevamente a sus hogares.

Don Román recordaba que era año muy helado, el agua del río en orillas se llegaba a escarchar. En esa oportunidad salieron cuatro balsas de la zona de la Media Luna, una de ellas llevaba toda la comida. La balsa de ellos era la última. Luego de una semana de viaje, quedaron varados, atrapados sin poder bajar y sin alimentos en una isla sumergida en el medio del río. Tampoco podían hacerla zafar a pesar de largarle los bicheros de los dos lados. Pasaron algunos días hasta que los compañeros se dieron cuenta de que no los seguían y los vinieron a auxiliar. El hambre era tan grande que tuvieron que echarle mano a un lazo de lonja que llevaba don Hernán Prieto, hirvieron el lazo y comieron los pedazos del cuero cocido.

Eran años muy duros, no abundaban los empleos y el trabajo de balsero era uno de los pocos que había en esa época para arrimar algunos pesos a las casas. Solíamos tardar, mes y medio a dos meses para llegar, contaba. Siempre los viajes se realizaban en las épocas de crecida del río a partir de los meses de junio. Si los años venían algo llovedores o había mucha nieve en la cordillera, se largaban balsas hasta los meses de agosto o septiembre. Era un trabajo muy peligroso recordaba Don Alfaro, las balsas tenían que estar bien atadas porque veníamos rebotando contra las orillas del río y nosotros con varas largas tratábamos de que no chocaran sobre las piedras de la costa ni quedar enganchados entre los árboles.

Aguas abajo del arroyo Auca Pan, unos quinientos metros más o menos, el río forma un gran remanso conocido por los pobladores del lugar como remolino del “Toro”. Era una ardua tarea para los balseros esquivar este remolino. En una oportunidad una de las balsas a pesar de sus esfuerzos fue arrastrada al centro del remolino y fue succionada por el mismo desapareciendo completamente de la superficie del río la embarcación y sus cinco ocupantes, solamente uno salvó milagrosamente la vida agarrándose a un rollizo.

Recuerda que en otra oportunidad cuando pasaron la zona del Talelum, venían muy rápido en una recta donde el agua toma velocidad y luego hay un recodo muy fulero. Una de las balsas no pudimos dominarla y chocó contra unas piedras y se desarmó. Uno de los compañeros fue despedido por el impacto, cayó al agua, el río estaba muy crecido y turbio. Se lo llevó, no lo vimos más. Estuvimos parados como tres días en ese lugar, viendo si encontrábamos a nuestro compañero ahogado y tratando de juntar los rollizos y armando nuevamente la balsa. Recuerdo que los pobladores de esa zona, Cándido y Paynefilú, vinieron a damos una mano y también nos ayudaron con algunos vicios. Cuando llegamos a la zona de San Ignacio aguas  debajo de la desembocadura del río Malleo, en una piedra grande que está en el medio del río, se nos rompió otra de las balsas, pero por suerte no fue nada grave y pudimos armarla nuevamente. Una vez que llegábamos al Collón Cura abajo no teníamos tantos problemas; el río es más ancho y no tiene tanta correntada como arriba, tampoco hay grandes piedras en las orillas donde se nos desarmara la balsa. Salvo en algunos lugares quedábamos varados y usando los bicheros podíamos salir sin problemas.

El Limay era un río que no nos causaba muchos problemas porque tenía buena corriente y no había muchos rápidos. Los pobladores ribereños siempre nos venían a ver y nos proveían de alguna gallina, verdura, papas o algo para calentar el cuerpo. El tiempo se hacía largo, sobre todo los días de lluvia o cuando el viento era muy fuerte donde nos tiraba contra las orillas y nos quedamos varados. La ciudad de Neuquén no era muy grande; había dos aserraderos que nos compraban la madera, era un buen lugar para aprovisionarnos de herramientas y algunos vicios. Luego volvíamos por la zona de Zapala y el Rahue para regresar al pago. Este trabajo no lo hicimos muchos años porque era muy peligroso, se sufría mucho y murieron algunos amigos.

Con información propia, del sitio Realidad Sanmartinense, de Más Neuquén y del libro “Galopando con los peñi – Gnetuen Cahuel com ni Peñihuen”, de Ángel Fontanazza

ATE
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Periodista y escritor (autor de las novelas "Arde La Colmena" y "Un hijo de tres madres", además de varios libros de poesía. Neuquén. Editor.
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