El zapato derecho de la española Pilar Martínez se hunde en los testículos del sargento Jesús Sánchez doblándolo de dolor. La escena transcurre en una agitada tarde del 14 de enero de 1919, en Río Gallegos, capital del Territorio Nacional de Santa Cruz.
“Cabrón, vete y dile a tus mandantes que de aquí no nos iremos, que vamos a liberar a nuestros presos, somos muchas mujeres peleando contra la injusticia”, grita la cocinera, viuda y madre de tres hijos.
Las mujeres arremeten contra los policías apostados en la cárcel donde se encuentran detenidos Apolinario Barrera, administrador del diario “La Protesta” y Eduardo Puente, dirigente de la Sociedad Obrera de Río Gallegos.
Barrera había sido detenido después de participar en la fallida fuga del militante anarquista Simón Radowitzky preso en la cárcel de Ushuaia. Su detención se produjo en territorio chileno y fue enviado luego a la capital de Santa Cruz.
En cambio Eduardo Puente, por entonces el máximo dirigente sindical en territorio santacruceño sería deportado como una forma de evitar conflictos. Adolfo Pozzo, gobernador interino, se dirige a las autoridades nacionales denunciando el inicio de la agitación obrera con respecto al procesamiento de Apolinario Barrera, acusado de encubridor de la fuga de Radowitzky y aconsejando que se lo envíe a la cárcel de Ushuaia.
El sargento Sánchez se retuerce de dolor después del certero puntapié de la iracunda mujer. “Lo descojoné de una patada”, le dice a su compañera Ana Fernandez. “Harto merecido se lo tenía” responde la trasandina que es una aguerrida militante gremial. “Parece que todo está cocinado Pilar, al compañero Puente lo van a deportar”, agrega con una mezcla de enojo y resignación.
“Anita, nos han corrido palos a quienes estuvimos protestando y se han llevado detenidos a varios compañeros que de seguro terminarán deportados”, dice la española a su joven amiga que tiene 23 años y afortunadamente soltera como dice ella. Ambas mujeres son detenidas y procesadas judicialmente acusadas por la policía de incitar al pillaje, la destrucción y el incendio.
“Señor juez yo sólo he protestado junto con otras mujeres y hombres por las injusticias que se viven en Buenos Aires y aquí. Resulta que los pobres no tenemos derechos, tal como dice el panfleto que teníamos cuando la policía nos garroteó”.
El juez aparta el papel y respira hondo, ya que conoce los sucesos de Buenos Aires, la denominada Semana Trágica y se dispone a leerlo detenidamente, sorprendiéndolo por lo contundente y emotivo, como reza el volante.
Hoy no se trata de reparar una injusticia, de condenar un atropello; sino de protestar, de exteriorizar nuestra unánime indignación contra el más grave, el más alevoso y cobarde de los delitos; el de asesinar a mansalva a un pueblo indefenso y confiado, que sereno y consciente pedía con todo derecho un mendrugo de pan en el orden de las mejoras [se refiere a los sucesos de la Semana Trágica en Buenos Aires] … y es para solidarizar nuestra protesta y nuestro dolor con nuestros hermanos de Buenos Aires.
Y es para pedir la restitución del compañero Puente, injusta y arbitrariamente deportado por las autoridades del Territorio.
Y es para impedir la condena de Apolinario Barrera alojado en la cárcel de Río Gallegos por un delito que no hay ley que pueda condenar.
Y es para demostrar que hay fibras, nervio, conciencia y virilidad en el pueblo; para tornar por los fueros de nuestra ultrajada dignidad. «
La pena fue menor, quedó en la anécdota, pero sirvió para destacar el aporte de las mujeres luchadoras de esa Río Gallegos en la que se avecinaban las trágicas horas de la huelga y masacre de mil novecientos veintiuno.
Clara Labat
La historia la rescata como la mujer de Albino Arguelles, aquel herrero que participó de los sucesos de la Semana Trágica y que terminara siendo el dirigente más importante de la zona centro, en Puerto San Julián.
Arguelles, al igual que Outerello, Facón Grande y Soto, habían comenzado una tarea de “levantar” a los peones de las estancias, como medio para que la huelga triunfara obligando a los estancieros a cumplir con el pliego del acuerdo aprobado.
Una columna del Regimiento 10 de Caballería, al mando del capitán Elbio Anaya lo fusiló junto a otros dirigentes en el Bajo Casterán, un 18 de diciembre de 1921.
Su hija Clara Irene Labat le contaba a Osvaldo Bayer en una entrevista que “mi papá no me conoció”. Ellos dos se enamoraron y fui concebida antes de que mi padre partiera para la Patagonia. Nací un mes antes que a él lo fusilaran. Mi padre se enteró, semanas antes de ser asesinado, de mi nacimiento y le envió una carta a mi madre, desde San Julián, con una poesía sobre mí que cuando fui niña la aprendí de memoria y nunca me olvidé.
“A ti te queda el consuelo
de nuestro fruto adorado
en cuyo rostro esmaltado
se mitigan tus desvelos
teniendo siempre presente
nuestra hijita en la memoria
que de tus besos la gloria
la cubre constantemente.
Agrega que su madre con otras mujeres concurría el puerto cuando venía un buque de la Patagonia porque decían que a los miembros de las sociedades obreras los traían presos. Pero los buques llegaban y las mujeres esperanzadas esperaban hasta que la dársena quedara vacía. No, no llegó nunca. Lo habían fusilado. Lo habían asesinado junto a tantos de sus compañeros.
Luego se fueron conociendo detalles. Albino Argüelles no quiso librar combate con el Ejército, sino conversar con los militares para que se hiciera cumplir el convenio rural que regía oficialmente. El capitán Anaya los hizo encerrar en un corral y ordenó castigarlos ferozmente a sablazos y luego fusilarlos.
“Mi madre jamás volvió a casarse vivió del recuerdo de mi padre. Es que era un hombre muy joven –tenía 27 años cuando lo fusilaron– y lleno de humor. Los socialistas y anarquistas no se casaban, los unía el amor. El, mi padre, era socialista y La Vanguardia escribió una muy triste crónica de su fusilamiento. También lo recordaba siempre el Partido Socialista Internacional.”
Las putas de San Julián
Fue el único gesto de rebelión que reivindicó a tanto fusilado. Era un 17 de febrero de 1922. Los campos regados de sangre de peones y obreros ya quedaban desiertos y se premiaba a la tropa para que tuviera un “permitido” en los lupanares.
«Para sacarse el gusto, después de tanto tiempo entre machos”, narra la crónica de Bayer. Se dispuso que los soldados llegaran en tandas a la casa de tolerancia y previamente, se los instruyó respecto al “uso” de las prostitutas y la prevención de enfermedades sexuales que entonces podían llevar hasta la muerte.
Luego de una larga espera y gestos de impaciencia Paulina Rovira, la propietaria del local, transmitió a los suboficiales a cargo la decisión tomada por las cinco mujeres que se encontraban en el lugar: “Miren , muchachos, voy a tener que pedirles disculpas. Las chicas me dicen que no quieren atenderlos”.
Las pupilas decidieron además alzarse contra las armas de quienes consideraban asesinos. Y no solamente se negaron a prestar servicio sino que hasta se armaron con escobas y palos, insultando a los uniformados que ofendidos por tamaño gesto, intentaron ingresar al prostíbulo por la fuerza.
Bajo la consigna de no “acostarse” con asesinos y de proferir otros insultos de ese tenor, las mujeres decidieron con extrema valentía reivindicar la causa de los peones engañados por los hacendados y llevados a la muerte en una “Pacificación” mal entendida. Lo que la ley y el propio Estado no habían hecho, fue puesto a la luz casi como un manto de justicia por este grupo de mujeres aún a riesgo del calabozo y del sometimiento. Damas con agallas, valientes por sobre cualquier valentía y dignas.
Llevadas a la comisaría junto a los tres músicos del burdel –luego liberados-, fueron identificadas como Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera y de profesión pupila del prostíbulo; Ángela Fortunato, 31 años, argentina, casada y modista; Amalia Rodríguez, 26 años, argentina, soltera; María Juliache, 28 años, española con siete años de residencia en el país, soltera; Maud Foster, 31 años, inglesa con diez años de residencia; soltera y de “buena familia”; junto con Paulina Rovira, la dueña del prostíbulo. Todas terminaron en el calabozo por “insultar el uniforme de la Patria” y apoyar a los huelguistas, acaso la peor de todas las acusaciones en medio de los gestos socarrones de los soldados y la mirada hiriente de las “señoras bien” del pueblo que callaba. Allí encerradas en un reducido espacio fueron golpeadas, denigradas; les arrojaron agua fría y se les retiró la libreta sanitaria que les permitía trabajar.
Su nuevo destino estuvo en los lupanares de Viedma, en Río Negro y Ushuaia, en Tierra del Fuego, un circuito que años más tarde administraría la afamada Carmen “la Coca” Egues. Sólo Maud Foster, la inglesa regresó a San Julián, cumplidos los 60 años, para regentear como “madama” en el mismo prostíbulo de “La Catalana”, donde se produjera el episodio.