Uno de los pasajeros de aquel vuelo que tuvo el siniestro en plena meseta nevada de Santa Cruz, relató al detalle todo lo que pasó.
Edelmiro Correa Falcón relató hasta los mínimos detalles de lo que fue un aterrizaje forzoso, en plena meseta nevada de Santa Cruz, y la espera de cuatro días hasta que llegó el auxilio. Lo hizo en un artículo publicado en la Revista Geográfica Americana, en el mes de octubre de 1947, cuando ya habían pasado 16 meses del siniestro.
El avión era uno de los emblemáticos “Ibaté” de la querida Aeroposta Argentina que marcó a fuego las comunicaciones aéreas de nuestra Patagonia y entre pasajeros y tripulación, viajaban veinte personas (incluidos tres niños).
La partida
Aquí el relato pormenorizado de lo que vivieron pasajeros y tripulantes de aquel vuelo en el avión Junkers «Ibaté» LV-AAJ:
“Cuando esperábamos el avión en El Calafate, el 7 de julio de 1946, nadie sospechó que estábamos en vísperas de correr una extraña aventura. Sin embargo, como anticipo de lo que debía ocurrir, el tiempo se presentaba malo, y el plafond era reducido en la pista; pero la confianza que inspiraba la seguridad en vuelo de los trimotores Junkers, dirigidos por excelentes pilotos, sin un solo accidente de importancia en tantos años de surcar continuamente el cielo patagónico, desechaba toda preocupación. Embarcamos, pues, en el «Ibaté», que nos conduciría por la precordillera hasta Comodoro Rivadavia y, al día siguiente, de allí a Buenos Aires.
Nuestra primera etapa debía ser Cañadón León, pero el mal estado del tiempo determinó nuestra inesperada llegada a Río Gallegos en las últimas horas de la tarde. Pernoctamos en la capital del territorio, y con las primeras luces del día siguiente, partimos para Cañadón León. El tiempo continuaba frío e inestable, advirtiéndose acumulaciones de hielo en el avión, del cual fué despojado mientras los pasajeros hacían una ligera colación en este primer descenso. Completada la capacidad del pasaje, partimos con destino a Lago Buenos Aires, siempre con mal tiempo y visibilidad escasa.
El accidente
Volábamos sobre la meseta del Lago Buenos Aires, a sólo diez minutos del término de la segunda etapa, cuando se notó algo anormal en la marcha de los motores. Instantes después nos alarmó un rudo golpe del avión al tocar tierra, donde perdió su tren de aterrizaje. Otro golpe brusco inmovilizó la máquina sobre la meseta de 1.500 metros de altura, cuya superficie se hallaba cubierta por un albo manto de más de sesenta centímetros de nieve. La visibilidad era casi nula en ese momento.
Inmediatamente nos dimos cuenta de que se trataba de un aterrizaje forzoso, hecho con la mayor felicidad posible sobre un terreno que ofrecía muy problemáticas perspectivas de éxito para esa operación de emergencia. Por fortuna, todos los pasajeros llevaban colocados los cinturones de seguridad, y esta precaución, dispuesta por el piloto a nuestra salida de Cañadón León, evitó consecuencias imprevisibles; de modo que las lesiones sufridas fueron todas de carácter leve. Por otra parte, el aparato transmisor de radio no tuvo desperfectos y ello permitió solicitar auxilios y dar la posición exacta del avión.
Además de la pérdida del tren de aterrizaje, el aparato sufrió, como consecuencia del fuerte choque, un desplazamiento de sus motores de babor y estribor; pero, felizmente, la cabina de pasajeros resultó indemne.
La caída se produjo a las 12.33 del día 8, y el hecho se debió, sin duda, a la enorme acumulación de hielo sobre el avión que anuló su libertad de maniobra. Esta circunstancia pudimos comprobarla, poco después, al asomarnos a la claraboya del comando, desde la cual fué fácil ver la cantidad de hielo que soportaba el aparato.
Pasajeros y tripulantes
Como se ha expresado anteriormente, el «Ibaté» tenía completo su pasaje al salir de Cañadón León; esos pasajeros eran los siguientes: señoras de Jamieson, Correa Falcón, Cittadini y Gallardo; señoritas Violeta Villalba y Juanita Almeida; señores ingeniero Cittadini, Correa Falcón, Pejkovic, Amado y Alvarez, un sargento y un cabo de la guarnición militar de Río Gallegos, cuyos nombres no recordamos, el niño Sañín Simunovic y otros dos pequeños de corta edad de la señora Gallardo. La tripulación se componía del piloto don Juan Arfinetti; co-piloto don Francisco Couceiro; mecánico don Vito Martínez, y radiotelegrafista don Ulises Bracchi.
Los que conocemos el Territorio de Santa Cruz y sabemos lo que significa la permanencia en una meseta de 1.500 metros de altura en el mes de julio, en pleno invierno, sin calefacción, sin alimentos y sin abrigos apropiados, con 18 ó 20 grados centígrados bajo cero durante las noches, no nos hacíamos ilusiones respecto de nuestra situación angustiosa. No obstante, la ansiedad de los primeros momentos fué disipada cuando se supo abordo que todas las estaciones radiotelegráficas de la Aeroposta Argentina habían captado el llamado de auxilio del «Ibaté» y que la central de Buenos Aires había dispuesto la salida del avión «Quichua» en nuestro socorro.
Cuatro días y cuatro noches
La noche del 8 fue horriblemente fría y sólo se contó, como alimentos de circunstancias, con dos bombones por persona y un exiguo trozo de torta de bodas que llevaba la señora de Cittadini, recién casada en Cañadón León. Pese al intenso frío, que no permitía conciliar el sueño en toda la noche, el espíritu de los pasajeros fué excelente, y a ese buen estado de ánimo contribuía la conducta ejemplar de la tripulación, que rivalizó en delicadas atenciones y se esforzó por mantener un ambiente de buen humor, haciendo así menos angustioso el trágico episodio que estábamos viviendo.
El amanecer del día 9 fue claro y nos encontró a todos bien dispuestos para celebrar de alguna manera el aniversario de nuestra independencia. Así, comenzamos por entonar el Himno Nacional, seguido de otras canciones patrióticas.
¡Había fervor y esperanza en las voces de estos náufragos de la altura!
A las 12.35 oímos el ronquido característico de un avión que se aproximaba y pocos minutos después apareció el «Quichua». Es fácil imaginar la intensa emoción que se apoderó de todos a la vista de este pájaro mecánico que venía a aliviar nuestra situación difícil. Lo comandaba el piloto don Dick van Leyden, hombre inteligente y avezado, quien desde ese momento tomó a su cargo la delicada dirección del salvataje. Su primera medida fué arrojarnos mantas, leche condensada, lenguas en conserva, chocolate, dulce de membrillo, queso, mate cocido, café y caña. Con estos elementos, tan valiosos en tales circunstancias, y que se distribuyeron en el acto por riguroso racionamiento, dada la incertidumbre sobre la fecha de nuestra liberación, se recobraron las fuerzas, permitiendo soportar en mejores condiciones la crítica situación. Renació el optimismo, y si bien sabíamos que el «Quichua» no podría sacarnos de la meseta, porque le era imposible aterrizar en ella, se nos informó que se organizaban patrullas de auxilio que vendrían a rescatarnos por vía terrestre.
Una de las tareas más fatigosas durante nuestra permanencia en el avión, fué la de derretir nieve con el propósito de obtener agua para beber, pues no disponíamos de otros recipientes que el depósito y la palangana del lavatorio. Nos servimos del primero como calentador y de la segunda para depositar la nieve que debía licuarse; como combustible contábamos con la nafta que extraíamos del avión. Para obtener tres o cuatro litros de agua de olor y sabor detestables, era necesario disponer de la mayor parte del día en la operación, a causa de las precauciones que había que tomar con tan inflamable combustible.
Tan pequeña cantidad no alcanzaba a satisfacer la necesidad de líquido de las veinte personas hacinadas en el «Ibaté». Se distribuía dos veces al día en pequeñas porciones. Este racionamiento originaba sordas protestas de los sedientos. La otra tarea pesada era la embarazosa marcha sobre la nieve blanda y espesa para buscar las bolsas de vituallas que nos arrojaba el «Quichua» y que por falta de práctica de las personas encargadas de lanzarlas, habían caído a distancias considerables de nuestro aparato. La faena era fatigosa y algunas veces se frustraba, si los vigías apostados para precisar los lugares donde caían, no hacían las indicaciones correctas, pues los bultos se hundían completamente en la nieve.
El día 10, al caer la tarde, se presentó un grupo de siete hombres, a pie, que encabezaba un vecino de Lago Buenos Aires, don Adolfo Abadie, criollo de gran coraje y abnegación, que no trepidó en abandonar su sosiego y bienestar para correr en auxilio de los accidentados, pese a los riesgos y penurias que le esperaban en tal empresa. Estos hombres llegaron al avión en estado de manifiesta extenuación, pues debieron abrirse unos doce kilómetros de camino por una densa capa de nieve desde la punta de la meseta hasta donde estábamos.
Fué necesario alojarlos en el «Ibaté» y reconfortarlos con alimentos y algunos tragos de la caña que nos había arrojado el «Quichua». Si la cabina del avión resultaba reducida para la convivencia permanente de las veinte personas, que constituían el pasaje y la tripulación, se explica la posición incómoda de todos con este aumento de personas, especialmente para aquellos que cedieron sus asientos a esos arrojados salvadores que habían llegado hasta nosotros con tanto sacrificio. Durante la noche, estos hombres atenaceados por los frecuentes calambres ocasionados por la fatiga muscular y las mojaduras, prorrumpían en verdaderos rugidos de dolor.
12 kilómetros entre la nieve
El día 11 llegó la patrulla de auxilio dirigida por el subcomisario de policía señor Ledesma, que había subido a la meseta por otro lugar; también ellos habían sufrido mucho en el trayecto. Nos trajeron la noticia de que en la orilla de la meseta nos esperaban treinta caballos ensillados, al cuidado de varios hombres, a los cuales se arrojaba alimentos desde el «Quichua».
Durante toda la tarde del día 11, ya que de noche era imposible realizar labor alguna por la falta de luz, se pasó preparando a la gente para emprender sin grandes riesgos la larga marcha que debíamos hacer al día siguiente. Ha de ser una verdadera expedición, que para muchos, especialmente para las señoras y niñas, debía de resultar extremadamente fatigosa; de manera que estas preparaciones fueron hechas con todo el cuidado que las circunstancias permitían.
El 12, a las 8 de la mañana, previa distribución de una ración de queso, chocolate, dulce de membrillo y un trago de caña, se abandonó al ‘Ibaté» marchando en fila india, con los guías a vanguardia. Penosa y extenuante caminata de doce kilómetros con la nieve más arriba de la rodilla, hasta llegar al campamento donde nos esperaban los caballos.
El «Quichua» volaba continuamente sobre nosotros, arrojándonos mate cocido y café caliente e indicándonos la dirección. Es imposible silenciar el elogio que merecieron las señoras y las niñas que compartieron esa dura jornada, por la resistencia física y por el valor ejemplar y admirable que mostraron durante todo el trayecto.
Paso tras paso, con pequeños intervalos de descanso impuesto por el superior esfuerzo que se realizaba, se llegó, a las 16 horas, en un solo grupo al campamento. Sin perder un instante, porque la noche avanzaba rápidamente, montamos a caballo y comenzamos el descenso por un empinadísimo declive, en donde el espesor de la nieve era mayor que en la meseta que terminábamos de atravesar. Los caballos caminaban a un paso lentísimo manteniendo el equilibrio con mucha dificultad y eligiendo con cautela el lugar donde posarían sus patas.
Tras hora y media de difícil cabalgata, se llegó al puesto de campo El Paje de la estancia Macpherson, donde nos esperaban algunos camiones. En una hora y media o algo más, cubrimos la distancia que nos separaba del pueblo de Lago Buenos Aires, donde llegamos a las 19 horas, ateridos de frío y mojados hasta la cintura. El agente de la Aeroposta Argentina, señor Alberto Zapata, diligente e ingenioso para resolver los inconvenientes que se presentaron para urgir el salvataje, nos alojó convenientemente en los hoteles de Ia localidad.
¡A salvo!
Las privaciones, el cansancio y la mojadura después de tanto ajetreo, habían producido en todos nosotros una especie de inconciencia, de la cual reaccionamos con fuertes fricciones, ropa seca y unos tragos de whisky. ¡Pero ya estábamos a salvo!
Las penurias estoicamente resistidas durante cuatro días y cuatro noches de obligado encierro dentro del «Ibaté», que yacía abandonado en la helada e inhóspita meseta, comenzaban a adquirir contornos de un ingrato sueño. La rara aventura había terminado!
El sábado 13, en las primeras horas de la noche, llegó a la población de Lago Buenos Aires un grupo de esquiadores al mando del Mayor don Rómulo V. Perucchi, comisionado por el Comandante de la Agrupación Patagonia, General Raggio. Este grupo, que venía en nuestro auxilio, debió vencer serias dificultades entre Comodoro Rivadavia y la localidad citada por las malas condiciones del camino.
La primera tentativa que hizo para llegar al «Ibaté» y rescatar la correspondencia y el equipaje que habían permanecido en el avión, se frustró por haber abordado la meseta por un lugar inaccesible, pero en la segunda tentativa alcanzaron el objetivo propuesto.
Si bien nosotros nos encontrábamos a salvo con anterioridad a la llegada de este auxilio, hemos quedado reconocidos a las disposiciones de ese Comando y al esfuerzo realizado por los esquiadores en su propósito de prestarnos ayuda en un trance peligroso.
El domingo 14, transcurrida una semana de nuestra salida de El Calafate (Lago Argentino), partimos en el «Quichua», a las 8 horas, llegando a Buenos Aires a las 18 horas del mismo día. Allí, parientes y amigos nos recibieron como a personas que regresaban de otro mundo, y por cierto que nuestro accidente, tan feliz en medio de tantas vicisitudes, fue como un retorno a la Vida!».