“Las mujeres cautivas” forma parte de un capítulo del excelente libro presentado recientemente “Nosotras somos ellas – Cien años de historias de mujeres en la Patagonia”, con textos de Laura Méndez, Mónica de Torres Curth, Julieta Santos e imágenes de Natalia Buch y Fernanda Rivera Luque. Recomendamos su compra en este LINK.
Al interior del espacio pampeano-patagónico, el tráfico de personas fue una práctica común en los siglos xviii y xix, a partir de las transformaciones producidas a raíz del contacto permanente de sociedades nativas sin Estado con sociedades estatales.
Muchas mujeres indígenas fueron incorporadas por la fuerza a los poblados criollos o a las tolderías, como recurso para conseguir este “bien” escaso en el transcurso del siglo xix, como parte de un 90 botín, como acción de venganza y como reserva para futuros canjes. También las mujeres “blancas” fueron cautivadas por varones indígenas en edad matrimonial, al representar una alternativa atractiva para conseguir una mujer sin erogación alguna.
En contraste con la realidad de las mujeres indígenas violadas y esclavizadas por los españoles a partir del siglo xvi, se construyó una imagen romántica idealizada de la cautiva “blanca”. Literatura de época, como la obra de Esteban Echevarría, prensa y obras de arte, escenificaron la situación y asociaron el cautiverio con vestidos blancos que significaban virginidad y pulcritud, en dramático contraste con crines negras de indios y caballos que, como todo lo negro, tenía la connotación de maldad y salvajismo.
La existencia de cautivas en los espacios de frontera permitió el establecimiento de relaciones económicas y simbólicas entre indígenas y no indígenas. Muchas de ellas se desempeñaron como lenguarazas en las tolderías ya que, si bien aprendieron la lengua indígena en los años de cautiverio, no olvidaron su lengua materna.
En innumerables ocasiones realizaron funciones de intérpretes e informantes de bienes, localizaciones de poblaciones, potreros, rinconadas y prisioneros. Varias razones hicieron que el rol de lenguarazas fuera posible, en especial la edad en el momento de la captura. Las púberes eran las más codiciadas ya que aseguraban la reproducción y la capacidad de trabajo. Esto hacía que, al momento de incorporarlas a la toldería, contaran con al menos diez o doce años de vida entre los criollos.
Asimismo, debido a que por lo general eran numerosas dentro de las comunidades, podían comunicarse entre ellas en español, práctica que aseguraba la pervivencia y transmisión del idioma. A diario llegaban a El Carmen grupos de indígenas. En general, todos los caciques tenían cautivas para intercambiar. En muchas 91 oportunidades, los responsables del Fuerte las canjearon por algunos bienes como aguardiente, tabaco y bizcochos.
Si la oferta de Carmen de Patagones no los convencía, era práctica común que se dirigieran a las localidades donde residían los padres de las cautivadas para iniciar con ellos tratativas de restitución.
En otros casos, de haber en el Fuerte prisioneros indígenas, el intercambio se hacía persona por persona. Viedma, por ejemplo, recibió a tres mujeres en el Fuerte: “la niña Anastasia Santisteban, cautivada, Andrea Pérez, nuevamente canjeada, y una china Auca que le regaló el Cacique Chulilaquini”.
En el documento escrito por Viedma, quedaron especificadas las relaciones del rescate y el costo del mismo, así como sugerencias para la vestimenta de las dos primeras. Si bien españoles primero y criollos después, capturaron niñas y jóvenes indígenas para disponer de sus cuerpos y su capacidad de trabajo, la mayoría de las crónicas aluden sólo al cautiverio sufrido por cristianas puras, producto de la barbarie india.
Sobre ella decía Estanislao Zeballos:
[El paraje] Puede con justicia compararse al laberinto de Creta, donde al fin se caía en las garras de un monstruo insaciable y sediento de sangre de vírgenes. Las quebradas de los huecos secos y los médanos guardan también sus feroces centauros: los indios, que ocultos por escuadrones enteros, asaltan de improviso al caminante con ímpetu que azuza la voracidad de una venganza salvaje. Allí encontraron en la muerte misma un consuelo a sus hondas angustias y un término a su vergüenza las cautivas, que oprimía el bárbaro frenético, exaltado (1871, p. 151).
Según esta perspectiva, al ser cautivada la mujer perdía su anonimato y se convertía en una figura que sufría en las tolderías. Esta situación le generaba una doble prisión: por un lado, el someterse al designio del indígena y, por otro, el estigma de haber sido contaminada y no pertenecer más al mundo “blanco” del que había sido arrebatada.
Irene Pietro, de Ruca Choroy, recordaba la historia de su abuela, a quien:
(…) la agarraron los indígenas y la tomaron cautiva. Se llamaba Margarita Castro. Creo que tenían un ranchito en la veranada, según ella decía. Estaban tostando trigo. En eso llegó el malón y se la llevaron. Estaba con otra hermana. Sería por Chos Malal, por el norte. Cuando los padres llegaron, no la encontraron. Se la ataron a la cintura en el anca, para que no se dejen tirar del caballo. Le sacaron carne de los pies para que no caminen y no se vayan. Eso contaba mi abuela. ¡Si tenía unas conversaciones! (en Giglio, p. 170).
En síntesis, el cautiverio femenino fue una condición de larga duración. A pesar de que la venta, rapto e intercambio de personas ya habían sido prohibidas por los españoles por ordenanza real fechada en 1679, las transacciones continuaron produciéndose hasta las postrimerías del siglo xix. Las víctimas fueron niñas y mujeres jóvenes, de diferentes niveles sociales, procedencias étnicas y colores de piel, aunque, por lo general, fue flagelo de las más pobres y vulnerables, que habitaban en zona de frontera.
Y fue un camino de ida: una vez cautiva, cautiva por siempre.
El libro tiene un prólogo escrito por Dora Barrancos y aquí se detallan características de las autoras: Laura Méndez es Doctora en Historia y Especialista en Estudios de la Mujer y de Género. Docente de grado y posgrado de la Universidad Nacional del Comahue en Bariloche. Se especializa en los estudios histórico-culturales y educativos de la Patagonia Norte.
Mónica de Torres Curth es Doctora en Biología, Magíster en Enseñanza de las Ciencias Exactas y Naturales y su formación de grado es en Matemática. Es escritora, y se dedica en particular al género cuento.
Julieta Santos es Magíster en Derechos Humanos y Políticas Sociales, y Licenciada en Ciencias de la Educación. Actualmente es becaria doctoral CONICET. Su área de investigación son los Derechos Humanos y la formación docente. Es escritora y poeta.
Natalia Buch es Licenciada en Psicología y fotógrafa. Reside en Bariloche. Su obra se puede ver en https://www.instagram.com/natbuch_fotos/
Fernanda Rivera Luque es fotógrafa profesional, residente en Ushuaia. Su obra se puede ver en https://www.instagram.com/fernandariveraluque/
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